30 de septiembre de 2022

American Beauty

Tiene que ser toda una experiencia poder fardar de un estreno cinematográfico que, posiblemente, se convierta en la mejor película de la filmografía de su director. El británico Sam Mendes lograba triunfar en su debut de 1999 en todas las facetas posibles: crítica, público, taquilla y hasta en el codicioso reconocimiento de los premios. Incluidos cinco Óscars de la academia americana (película, dirección guion, fotografía y actor principal) Y es que American Beauty puede considerarse un clásico moderno sobre el retrato de una familia de clase media alta americana. La típica que llevamos observando y consumiendo en medios televisivos, mediante series de mayor o menor calado, y que vienen a demostrar, o a vender más bien, el triunfo de vida americano con viviendas unifamiliares ubicadas en barrios residenciales, el habitual cuidado de sus jardines, vecinos encantadores y mascotas perrunas.

Sin embargo, la gracia del filme radica en la caída de ese modelo triunfalista, cuando el núcleo familiar anda en descomposición. Un clásico simplista sería achacar a la cacareada crisis de los cuarenta para explicar la deriva que toma el actor protagonista y que a la vez es el narrador de la película. Porque Lester Burnham (Kevin Spacey) anda desorientado a sus 42 años, perdido en su propia mediocridad y vida rutinaria. Pero el resto de la familia también cobra su cuota de protagonismo a lo largo del filme. Su mujer, Carolyn (Annette Benning), también arrastra sus propios problemas derivados de su ansía de triunfo laboral y la estúpida moda de aparentar un modelo de vida equilibrado ante los demás. La necesidad de figurar dentro de un canon que viene marcado por la sociedad, afecta también a la hija de ambos, una adolescente que acumula las preocupaciones propias de una edad que busca reconocerse y ubicarse.
Idilio familiar
El punto de partida para abandonar el vacío existencial dado por Lester proviene de dos puntos distantes. En primer lugar por una atracción obsesiva hacia una amiga de su hija junto a la posibilidad de perder su trabajo, al tener que presentar un informe que demuestre su valía dentro de la empresa. Tales acontecimientos empujan al bueno de Lester a la búsqueda de la añorada felicidad, aquella que andaba oculta entre objetos materiales y modelos de vida acorde a su posición social. Para apoyar estos cambios, vienen a sumar a la causa una nueva familia en el barrio: los Fitts. Éstos están compuestos por un retirado y estricto militar como padre, una madre en estado medio vegetativo y un hijo que toma mayor partido en la película como traficante de marihuana y al establecer una relación sentimental con la hija del matrimonio protagonista.

Curiosamente, las salidas que van tomando los protagonistas para solventar sus problemas andan encaminadas en la parte contraria de lo que supuestamente querría vender el triunfal estilo occidental. Al fin y al cabo toda sociedad esconde bajo el paraguas del disimulo los pormenores de la diversión: drogas, sexo y rock and roll. El verdadero motor de la diversión contenida que propone el guionista Alan E. Ball, el artífice de la mala leche que va acumulando una película en un claro formato teatral, donde brillan unos actores en estado de gracia y lengua afilada. La incorporación de algunas escenas sacadas de algún paréntesis surrealista tiende a enmarcar la buena dirección de Sam Mendes, ahí donde cabe destacar el apoyo inconfundible de una BSO reconocible a pesar del tránsito de los años. 

A día de hoy y gracias a la pandemia, la necesidad de cuidar la salud mental ha ido ganando adeptos derivado por los graves problemas mentales que se han ido incrementando ante la angustia vivida por un enemigo silencioso y que ha trastocado nuestro nivel de vida en los últimos tiempos. Curiosamente, la ayuda médica, farmacéutica o el clásico diván andan excluidos del filme de Mendes, porque siempre es más divertido observar el despropósito en el que se embarcan los demás. Los integrantes de la modélica familia buscan orientar sus vidas en una huida hacía adelante que logra sacar al espectador una sonrisa necesaria, al menos durante las dos horas que dura un estreno singular, gratificante y siempre necesario. 

Sam Mendes, 1999

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22 de septiembre de 2022

Lo peor de todo

Han caído algunos años desde la primera lectura del debut novelero de Ray Loriga; a ojo calculo que fue a mediados de los noventa, y aunque después hubo repetidas ocasiones en las que releí esta novela, la percepción que dejó en su día se ha trastocado con el paso del tiempo en esta nueva visita. Un cambio que adormece el espíritu cómplice que se creaba con el personaje protagonista de Lo peor de todo. Porque por aquel entonces había más similitudes a la hora de enunciar una novela corta con claros tintes terapéuticos y autobiográficos, sobre todo a la hora de compartir inquietudes en una especie de repaso vital que parte desde su tierna infancia hasta el mal paso dado hacia la madurez. Ese áspero tramo que tiende a buscar algún tipo de sentido que permita al narrador ubicarse en la sociedad que le rodea. Similitudes varias si compartes edades parecidas a la hora leer esta novela. 

Para evitarse problemas con sus seres queridos, el protagonista oculta sus nombres en meras mayúsculas, como cuando se refiere por ejemplo a su novia: T, por otro lado, apenas tiene miramientos en dictar a otras personas de corrillo. Como si estuvieras en el colegio y el profesor de turno pasara una lista constante que permite memorizar nombres y apellidos gracias a la continua repetición que se da a lo largo de los años. Toda una contradicción frente a la cautela más personal. Sin embargo el propio protagonista esconde su propio nombre y lo sustituye por el apelativo de Elder Bastidas, apropiándose tal título al leer la placa de un tipo que pertenecía a una secta religiosa.


Ray Loriga debutó con esta obra a una edad bastante temprana, con unos veintipocos si mal no recuerdo, y hasta la actualidad se ha convertido en un escritor de renombre con diversas publicaciones y traducciones a otros idiomas. También es importante destacar sus colaboraciones puntuales en el arte cinematográfico. Por ejemplo, Loriga adoptó su propia novela, Caídos del cielo para llevarla a la gran pantalla, o firmando algún que otro guion cinematográfico (El séptimo día) Ni que decir tiene que Loriga fue uno de mis escritores de cabecera (ya dejé constancia de mi devoción por Tokio ya no nos quiere) hasta que el lógico paso de los años y la amplitud que otorgan otras lecturas dejaron de lado la tonta necesidad de leer toda obra firmada por este escritor y similares. 

El reencuentro con Lo peor de todo viene precedida por un relato anterior, al recordarme Umbral en Travesía de Madrid el esquema repetitivo, simple y contundente del supuesto paso de la juventud hacía un futuro incierto. También a la continua reiteración de ideas que se van mezclando con el supuesto avance narrativo del texto. Es decir, repetir constantemente frases e ideas expuestas a lo largo del texto. Lo mismo que realizó Loriga unos 25 años después, añadiendo y retorciendo tales ideas hasta encontrar la gracieta. En esta novela destaca su tono chulesco, divertido y faltón que funciona gracias a la continua exposición de frases cortas, rotundas y en ocasiones hasta graciosas. 

Cabe destacar el retrato juvenil de la época a través de un tipo desorientado que rememora diversos recuerdos de su vida, desde la infancia escolar hasta su actual camino hacia la madurez. La obra expone todos aquellos temas recurrentes en el crecimiento personal como la perdida de la infancia o la melancolía de los sueños sin cumplir. Lógicamente existe una puerta a la esperanza gracias a la ingenuidad que aporta el amor. Ese alocado sentimiento que parece sufragar todas las penas bajo la protección simbólica de poder encontrar el amor verdadero en una persona destinada a ser la única. Como cualquier canción popera que triunfa cada verano hasta que pasan los años y descubres que hay más opciones por descubrir. Pero en realidad es una mera excusa de intentar ocultar su fracaso vital dentro de una sociedad en la que el protagonista no encuentra ni el sentido ni sitio alguno. Dan ganas de darle la bienvenida al juego, ahora que tengo ventaja claro, porque el juez principal discurre sin detenerse en nimiedades porque avasalla con todo. Está claro que la percepción individual ha cambiado desde hace tanto tiempo, que la única recomendación es que cada uno participe como quiera, o más bien, como pueda. Elder incluido.

Para el director era poco menos que un asesino. Me dijo que me faltaba mucho para ser una buena persona. Pero es que cuando eres pequeño lo último que necesitas es ser buena persona. Cuando eres pequeño piensas que aún te quedan posibilidades de convertirte en un verdadero hijo de puta, así que intentas aprovecharlas.

Lo por de todo
Ray Loriga
Ed Alfaguara, 2008
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2 de septiembre de 2022

Travesía de Madrid

Estaba junto al contenedor de basura con otros tantos libros, éste se salvo únicamente por el apellido del autor: el gran Francisco Umbral, fallecido hace 15 años por estas mismas fechas. Del resto de libros ya se ocuparían otros viandantes o el operario de limpieza. De esta simple guisa cayó en mis manos Travesía de Madrid, la denominada como primera novela del autor pucelano pese a tener publicaciones previas en forma de relatos más cortos. Y es una grata sorpresa empezar una carrera literaria con ganas de romper alguna regla clásica, como la reiteración de frases, e intentar embaucar al lector con una obra que se desarrolla prácticamente en Madrid, y con un protagonismo juvenil que busca la complicidad de los jóvenes de la época a través de una trama que se desarrolla a finales de los 60, o la nostalgia pasajera de quienes vinimos detrás del blanco y negro.

En esta novela hay un único protagonista, un tipo de barrio cuya particular necesidad de sobrevivir le llevará a intentar ganarse la vida a costa de los demás, especialmente del género femenino. Una postura muy ibérica de dárselas de semental para conquistar adineradas maduras o pudientes extranjeras, con la salvedad del interés personal frente al rancio galanteo del macho hispánico, mil veces visto en las clásicas películas de acoso a suecas en bikinis.

-¿Es que ni siquiera va a ir usted a la cárcel a visitar a la Mari? -me dijo antes de partir.
Pero yo seguía a lo de mis palomas, que asesinaba por la noche en la cocina y guisaba como Dios y el diablo me daban a entender.

Como nuestro héroe es todo un embaucador afortunado a la hora de pillar cacho, no le faltarán otras diversiones en muchachas más jóvenes, o simplemente con profesionales del amor que sirvan para enumerar un amplio abanico de estratos sociales que recorra la geografía madrileña. Una inteligente manera de mostrar diferentes pareceres, entretenimientos y análisis de la época retratada entre tanta manada suelta. En ese recorrido, el libro es capaz de abarcar un Madrid adinerado y exclusivo, en especial de quienes andan en su particular burbuja colectiva frente a la noble descripción de otros barrios más humildes, aquellos con los que el protagonista también interactúa y expone de manera natural. En especial con quienes malviven en chabolas y la continua exposición de la llegada de migrantes de los pueblos de España en un momento concreto de desarrollo industrial y urbano del país.

Como la fantasmal lista de mujeres puede hacerse larga y repetitiva hasta perder la noción de qué chica era cuál, Umbral propone otro entretenimiento cuando otra necesidad básica aprieta: tener algo que comer, y para ello surge la conocida salida de la delincuencia como parte importante en el desarrollo del personaje principal. Una exigencia que muestra una larga tradición española gracias a la picaresca o el simple pillaje juvenil, similar al cine quinqui de los 70, cuando los atracos y los robos se realizaban mediante la fuerza de las navajas y la posterior huida motorizada. 

Pero sin duda, el aspecto más interesante del relato es la forma en la que está narrado a lo largo de todas las páginas. Hay un elemento vanguardista que rompe la tradicional continuidad del relato. Umbral fracciona continuamente el avance de la novela al incluir una continua exposición de hechos descritos con anterioridad y que se van intercalando a medida que avanza el grueso del relato. A veces, esta repetición cuadra con lo expuesto, mientras que en otras sirve para rememorar los pensamientos de un protagonista que se agarra a un pasado excesivamente cercano y que guarda cierta relación con el presente que viene desarrollando en un largo verano repleto de experiencias. Al fin y al cabo es un momento crucial de su vida, unas acciones  que tiende a transformar al protagonista desde el mismo momento que sobrepasa diversas líneas personales que terminan por romper con su pasado hacía adelante con todas sus consecuencias. La clásica historia de alcanzar una madurez a golpes, y en parte violenta que rompa con su pasado y se aventura a un futuro impredecible.  

Sin futuro, sí, porque la juventud no lo tiene, no cuenta con él, sino con un presente poderoso que anula todo lo demás.

Travesía de Madrid
Francisco Umbral
Ed Argos Vergara SA, 1980

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