25 de junio de 2021

Salto al vacío

Era el año 1995 cuando salía a la palestra del debut cinematográfico, Daniel Calparsoro. Uno de los mejores directores de cine español de la memorable hornada que dejó aquella década; con nombres tan reconocibles como Alex de la Iglesia, Icíar Bollaín, Julio Medem... junto a otros nombres de éxito en taquillas como Santiago Segura o Alejandro Amenábar. El único gran pero que se le pueda asociar a Calparsoro está ligado al pomposo triunfo de los premios, ya que en taquilla, normalmente, ha logrado buenos números tras derivar su carrera en cintas comerciales, algunas con el renombre de Cien años de perdón, donde contaba con un reparto bastante potente. Sin embargo y a pesar del ego centrado en el reconocimiento de la propia industria, reitero mi gusto por Daniel Calparsoro, porque es un buen director de cine, como así demuestra su filmografía, donde destaca principalmente su enorme poderío visual, gracias a una factura impecable, al manejo de la cámara y que, a pesar de las historias que cuenta, siempre sobresale una realización que logra demostrar el buen oficio del cineasta. Sin embargo, a su trayectoria se le puede achacar la falta de una historia de más empaque. La típica película que logre aunar a crítica y público mientras esa imaginaria cinta sortea el paso del tiempo sin envejecer. Tal vez no llegue nunca, pero molaría que al autor le cayese del cielo algún guion memorable y que este señor lograse redondear en imágenes tal deseo. Sería un pequeño deleite para quienes recurren a señalar alguna película celebre de tal o cual director de cualquier listado. Éste será el banal defecto de Calparsoro, cuya profesión sabe realizarla con holgura. 


Y Salto al vacío fue un muestra curiosa, un debut alejado del carácter comercial actual de su autor. Una historia de delincuentes, sórdida, sucia y hasta molesta de ver cómo se expone tanta mierda entre paredes desconchadas. A ojos vista, parece una especie de retrato de la decadencia industrial de los famosos altos hornos vascos. Y allí, en esa sociedad de bajos fondos circulan los protagonistas: una banda de jóvenes que se dedican a trapichear con drogas y con algún que otro encargo de mayor entidad. De todos ellos destaca la figura de Alex, la única femina del grupo y que anda tras los huesos de Javi; el supuesto jefe y que no termina de aclarar ningún tipo de relación con ella. 

Alex está encarnada por Najwa Nimri, la actriz que debutaba en la interpretación alcanzando posteriormente mayores vuelos que el resto del reparto. Nimri es la encargada de capitalizar la cinta entre tanta testosterona y la incesante verborrea de unos tipos que quieren jugar a ser gángsteres cuando en realidad son una simple pandilla de chungos de barrio. Por lo menos, ella aporta maneras entre tanto varón y tiene tiempo de sacar adelante a su desmembrada familia con sus negocios. Destaca en este lance la colaboración de Karra Elejalde como el hermano yonki que anda perdido por las oscuras callejuelas de las adicciones; mientras su hermana va adquiriendo conciencia de que la vida se le escapa de las manos y que debe dar un giro drástico si quiere salir del vicio de la violencia que la rodea. Obviamente no será fácil, por la responsabilidad de cargar económicamente de su familia, por la falta de decisión de Javi en su relación y de los propios líos a los que conducen los actos que han ido desarrollando desde el principio.

La estructura de la película anda fragmentada sin seguir un hilo concreto de desarrollo. Más bien son acciones independientes sin visos de una gran historia que cumpla el básico requisito de los tres actos que acumule algo más al global de la cinta. En realidad, es un conjunto de brochazos, donde la pesadez del lugar y del estilo de vida de Alex la empujan a querer cambiar. Todo se encamina hacia el personaje principal y su perspectiva de mejorar el horizonte de su existencia, en buscar alguna salida más allá de la acumulación de los negocios ilegales por los que se mueve. Por ahí logra la película embaucarnos, gracias al brío que compone Calparsoro en sus imágenes y la ayuda de un buen puñado de escogidas canciones a modo de videoclip. Salto al vacío fue una atrevida propuesta de carácter personal, en plan cine independiente yanki pero con aires ibéricos, y unas capuchas que la mentalidad española de la época siempre estará asociada a los que asesinaban con tiros en la nuca. Han pasado ya varios años y el aura de esta película imperfecta, todavía se mantiene de manera hipnótica.  

Salto al vacío
Daniel Calparsoro, 1995

11 de junio de 2021

Hospital de sangre

Tras lectura de Hospital de sangre, lo primero que me llama la atención, en la manera de escribir, es poder constatar la distancia del tiempo, sobretodo por el aire clásico que desprende esta novela anclada en los correctos modos de mediados del siglo pasado. Una evocación casi peliculera, de las que se exhibían en blanco y negro, y gracias a las cuales, podemos imaginar fácilmente como la peña viste pulcramente de traje a lo largo de las páginas; para después, dar paso a los personajes y observar como interactúan entre ellos a través de un estilo bastante sosegado, educado y centrado en unas formas que hoy día parecen excesivas. Y eso que la acción del libro se desarrolla en medio de una de las mayores barbaries cometidas por el ser humano: la II Guerra Mundial. A pesar del desastre bélico, los hombres y mujeres que protagonizan la novela, mantienen una buena representación del modo de vida de aquella época, si tenemos en cuenta que estos personajes son más bien burgueses elitistas: principalmente médicos y de alta graduación en el glosario de términos que acompañan las categorías de los ejércitos.

La medicina, esa ciencia tan de moda en la actualidad, siempre tiene cabida en cualquier género de ficción. Incluida la curiosa parte dedicada a las guerras, donde algunos hombres buscan matar a sus semejantes, mientras que otros tantos luchan por salvar vidas. Simplificado así, es un choque interesante, aunque los sanitarios suelen tener una participación más bien secundaria y dramática en las diferentes formas en las que los autores han retratado las guerras. Afortunadamente, también hay casos donde las tramas centrales son protagonizadas por los médicos; en parte no habría más que señalar el éxito que han tenido numerosas series audiovisuales capitalizadas por gente con batas blancas. Un género de éxito que también se daba hace 77 años, como 
el caso de Hospital de sangre, novela publicada en 1944 por parte del escritor norteamericano Frank Gill Slaughter. Un autor, al que conviene recordar su participación en la misma contienda que describe como cirujano, pues ostentaba tal título con anterioridad y con menciones especiales a sus capacidades de trabajo. Así que el tipo, bien podía adornar sus relatos con conocimiento de causa, porque al bueno de Frank le atraía también la escritura, tanto, que terminó por dedicarse finalmente a este noble arte tras el paso de los años. Y con notable éxito, pues su firma acabó siendo un superventas de la época, con una prolífica obra que acumula, a ojo, algo más de 30 obras repartidas entre libros protagonizados por especialistas médicos y de corte histórico, seguramente le atraía también los acontecimientos históricos del mismo modo que optaba por ficcionar tramos concretos de corte bíblico. 

El protagonista de Hospital de sangre, Rick Winter, es un joven cirujano tan docto a la hora de sanar como en su afición de cortejar mujeres. A fin de cuentas, estas son las dos temáticas principales de la novela, con el marco de una guerra mundial como mesa de operaciones. Por otro lado, el título hace referencia al lugar de trabajo: un hospital levantado cerca del frente para atender a los heridos con la mayor rapidez posible. Entre la tensión del trabajo y el lógico miedo a la guerra, siempre hay tiempo para la distensión. La necesaria distracción que recuerda la juventud de sus protagonistas a la hora de aprovechar unos momentos que bien pudieran ser los últimos. Pero ese trayecto de la vida puede ser sacudido desde cualquier parte. Incluso con la venerable frase del caído del cielo. Porque justamente un bombardeo nazi sobre una base americana, empuja a una misteriosa joven a guarecerse junto al médico protagonista en la residencia de éste, con la esperanza de que ninguna bomba arrase con su frágil refugio. Mientras caen bombas la oscuridad reinante, para evitar señalar objetivos a los aviadores, logra ocultar el rostro de la joven, manteniendo así el secreto de su personalidad a las cavilaciones del personaje principal. Tras superar esos angustiosos momentos, el recuerdo y la identidad idealizada de la desconocida, transforman el carácter de Rick, abandonando el aire canalla de la presentación hasta llevarlo a la bobalicona representación del joven enamorado de un recuerdo único. Una verdadera pena que este importante giro llegue tan rápido y nos perdamos una mayor profundidad en la presentación del simpático picaflores. No nos queda otra que conformarnos con la dualidad de un soñador a la caza de su dama frente a la profesionalidad que demuestra en cada intervención médica.  

Por lo que él sabía acerca de las mujeres, no le quedaba más remedio que soportar la tortura en silencio...

Rick ya venía con experiencia guerrera previa, y se nota a la hora de atender a los heridos en los combates con un relato, que el autor domina a la perfección y logra meter al lector en las mismas operaciones a las que asiste con una elaborada descripción del proceso operatorio y sus detalles. Un juego que gana enteros cuando narra como coge el bisturi, como abre sin dilación abdómenes o como decide extirpar cualquier órgano mientras templa sus nervios y evita ponerse a silbar. En líneas generales, la novela cumple la mayoría de los estándares de los escritores de mediados del siglo XX. Podría decirse que Slaughter escribe con un buen tono académico donde particularmente destacan las descripciones médicas y las intervenciones de los cirujanos liderados por Winters al lado de unas batallas relatadas desde escasa distancia 

Unos intentaban sonreír y pedían cigarrillos; otros pertenecían a la categoría de héroes obstinados que insisten en esperar para que sean atendidos los heridos más graves; algunos estaban pálidos como la muerte a causa del shock , o delirando por efecto de la infección, y otros, en fin, casos desesperados, permanecían en trágico silencio, o bien hablaban y hablaban, en pueril balbuceo aterrorizado, reflejo del horror de la guerra moderna con la que se habían encontrado por primera vez.

Una sensación de peligro sobrevuela las cabezas de los médicos mientras realizan su trabajo, y Rick Winters, pelea por realizar sus operaciones sobre el mayor número de personas posibles. Tal es el entretenimiento proporcionado por la novela Hospital de sangre, aupada con ese aire clásico y edulcorado, de una época pasada. Otra cosa bien distinta es el triangulo amoroso que plantea el autor, un sentimiento al que trata de dotar de cierto misterio, pero del que carece de la clase necesaria para mantener una sorpresa que cantaba desde el principio.

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Hospital de sangre
Frank Gill Slaughter
Ed Planeta. Ediciones GP - Col Reno, 1970