Hostia puta¡ - Amazon Studios |
El elfo oscuro Adar, pedazo de personaje - Amazon Studios |
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Menudo chalado. Fue la frase que me vino a la cabeza para evaluar a Michel Houllebecq cuando llevaba un tercio del libro leído. Después, avancé otra buena tanda de páginas y pensé que tampoco estaba tan tarado. Pero a principios de mes, diversos medios volvían a inventarse las candidaturas al Nobel de literatura de 2023; con Michel Houllebecq situado en las supuestas quinielas al premio mientras recordaban, por ejemplo, que el escritor francés exigió recoger el premio Leteo, dado en León, con su mascota al frente. Tal concesión al capricho individual, viene a recordar la particular figura que lleva rodeando al polémico Houllebecq desde tiempos pasados. Un tipo que despierta simpatía y repulsión a partes iguales. Obviamente, el marketing también funciona en la escritura, y la bronca siempre acompaña a la gratuidad de la publicidad. Y de un premio real a otro, pues la lectura de La posibilidad de una isla vino dada tras revisar el alto porcentaje de visitas que tiene en este blog, Los organillos, (y lo mejor es que desconozco el motivo) premio Interallié en 1962 frente al 2005 del libro protagonista de esta entrada. He ahí la causa, la única, de adentrarme por primera vez, en una obra del conocido escritor francés.
La posibilidad de una isla es una espesa novela personal con una particular propuesta de tintes futuristas. En principio, la narración principal recae en Daniel1, un exitoso humorista de principios de milenio cuyo relato viene a describir su trabajo profesional y las relaciones personales con dos amantes en diferentes momentos de su vida. Los dos amores de su vida, por así decirlo. El protagonista describe cómo logró hacer fortuna con su oficio, supuestamente cínico, corrosivo y provocador; escondiendo bajo el paraguas del humor, las típicas barbaridades que siempre logran abrir las sonrisas frente a la histeria de otros.
El milagro se debe a una secta religiosa que promueve un ambicioso proyecto científico que busca alcanzar la inmortalidad de sus fieles. Curiosamente, la inclusión de los elhoimitas, (el nombre de la secta) logra romper cierto tedio a la narración, demasiado centralizada en el ego personal del autor, sus vaivenes filosóficos y su querencia por regodearse en la descripción gráfica de escenas sexuales. Ya sea por curiosidad o por buscarse algún modo de entretenimiento, el Daniel original describe cómo leches se fue acercando a los postulados de la secta, cómo estaba establecida su organización, el momento exacto en que la secta empieza a ganar adeptos y orientar sus lucrativos fines de obtener la inmortalidad. Este contraste choca con el devenir de Daniel hacia el hastío y la toma de conciencia de su caída personal. Pese a tener una vida acomodada, el paso del tiempo hace mella en el coco del protagonista; las arrugas del rostro empiezan a ahondar en su cabeza el sentido estricto de una vida a la que no encuentra ninguna esperanza, renegando de la vejez como un mal a extirpar. Que se agarre a la esperanza inútil de la inmortalidad que ofrece la secta, le parece un mal menor a lo que siente y expresa. La vida empieza a los cincuenta años, es cierto; con la salvedad de que termina a los cuarenta.
He de reconocer que esta novela oscila entre partes bastante entretenidas con otras llenas de verdadero sopor. O abrías el libro con ganas, o la pereza se apoderaba a lo largo de algunas páginas. Sobre todo, cuando a Houllebecq le daba por divagar cuestiones que solamente él debe entender o cuando desfasaba con redundancia la caída libre de Daniel1. Hay tramos que están desarrollados en exceso y apenas aportan algo que obligue al lector a continuar con la lectura. También reconozco que este tipo sabe escribir, pese a sus aires de provocador y chulería, gracias a un estilo directo que seguramente le cuadre mejor en otras obras que no necesiten de un diván para analizar la fantasía que propone en este libro. Por que esa tumbona puede provocar alguna caída de ojos. Una posibilidad más acorde al resultado final que buscaba este señor.
Prix Interallié
Los organillos, Henri-François Rey, 1962
La posibilidad de una isla, Michel Houllebecq, 2005
Hacía tiempo que se metió en mi cabeza volver a ver esta película. Una de esas tontas necesidades que surgen a lo loco, seguramente gracias a un buen recuerdo guardado en el subconsciente, y que se hacen bola si no es posible realizarla de manera rápida. Después de una larga búsqueda infructuosa en diversas bibliotecas, (en la provincia de Madrid sólo hay una copia en Colmenar Viejo) la plataforma Prime Video, tubo a bien incluirla en su amplio catalogo de films añejos. De la película, recuerdo claramente el espectáculo visual, basado en un inventado deporte de gran calado popular y que da título a la película de Norman Jewison, veterano director retirado con algunos éxitos en su haber (En el calor de la noche) Además, mi memoria recordaba vagamente el carácter futurista de una sociedad sin mayor apreciación destacable que el memorable deporte. A fin de cuentas, es el recuerdo más claro, el de un juego cuya razón sirve para contentar a las masas mediante la barata violencia que se acumula en su transcurso. Un par de equipos, de diferentes ciudades del mundo, se enfrentan dentro de un recinto ovalado con la misión de introducir una bola de acero en una especie de diana del equipo rival. Y para ello, pueden emplearse a fondo, hasta acabar con la vida del rival si es necesario. Hecho aplaudido con fervor por el gentío acumulado en el graderio.
La bola, te la voy a meter.... |
Los motivos de esta singular decisión son las adivinanzas propuestas al espectador. Las mismas dudas que alberga el protagonista, al no entender cuáles pueden ser las razones que empujan al propietario del equipo en apartarle del juego después de alcanzar las semifinales, de un torneo, que les llevará hasta el próximo rival en Tokio. La presión sobre el jugador aumenta cuando éste empieza a resistirse y abre la puerta a observar la curiosa sociedad futura propuesta, una sociedad donde no existe ninguna forma contraria ni de disidencia, o al menos no se muestra. Todo es plano y redundante, hasta las fiestas que parecen prometer una loca orgía mientras la única diversión final acaba cuando explotan árboles.
La única nota contraria es la resistencia de Jonathan E. a jubilarse, pese los persuasivos consejos de amigos y otras entidades que buscan convencer al cabezota de turno. Pero nuestro protagonista comienza a plantearse preguntas, mientras revolotea con la misma cara de perdido que los espectadores a la hora de encontrar respuestas. Por ahí destaca la introspección individual y las miradas vacías, cuya finalidad pretende rebuscar en el interior del personaje, buscando soluciones sobre un mundo artificial del que tampoco ayuda en demasía el breve recorrido que ofrece. Ni el socorrido comodín del amor perdido rescata una idea futura de lo que se pretende recalcar.
Un individuo frente al colectivo, la opresión de un régimen establecido sobre una figura endiosada por el deporte y que las elites ven como a un peligro por su posible influencia sobre las masas. En realidad es un dato que brilla por su ausencia y la única respuesta posible se queda en que cada uno predique lo que entienda. Sinceramente, veo incapaz al protagonista de levantarse, cual Espartaco, contra el orden establecido. Por mucha estrella mundial que se sea, hace falta algo más para liderar una corriente contraria a los que pretenden apartarle de su poltrona. Simplemente, hará lo que mejor sabe hacer, rodar sobre un parqué y volcar su furia contra un tipo disfrazado de un color diferente al suyo.
Tú me dejaste de querer cuando menos lo esperaba Cuando más te quería Se te fueron las ganas |