A principios del siglo XXI debutaba cinematográficamente, Andrey Zvyagintsev, director de origen soviético cuya trayectoria profesional se fraguó en diversos trabajos para la televisión, incluida una faceta interpretativa como figurante y secundario, tanto en cine como en la propia televisión. Gracias a cierta base televisiva en la dirección, terminó por dar el salto a la pantalla grande con El regreso, y sentar las bases de un cine propio desde el principio. Un sello que le ha permitido alcanzar cierto reconocimiento internacional, y extender el éxito del debut al resto de su filmografía. Ya en 2003 sorprendía al llevarse el máximo galardón del festival de Venecia, junto al premio de mejor ópera prima del mismo certamen y otras condecoraciones a lo ancho del globo. Pero en Venecia fue el punto de partida y la presentación de un autor gigantesco, cuyo periplo profesional ha ido acumulando prestigiosos reconocimientos festivaleros cada vez que estrenaba nueva película. El éxito llegó en el mismo debut, con una ópera prima que puso de manifiesto las intenciones de un autor más interesado en exponer preguntas que en responderlas.
Ideal para hacer botellón |
El regreso está protagonizada por dos hermanos que reciben con sorpresa el retorno de la figura paterna después de 12 años de ausencia. En todo ese tiempo, los niños Andrey e Iván, han estado viviendo con su madre, ignorando una sombra familiar de la que apenas recuerdan algo. Para poder reconocer al padre incluso recurren a buscar una antigua fotografía que dé por buena el rostro del recién llegado. Este reencuentro anda marcado por una frialdad exagerada, hasta el punto de crear una tensión constante de la que se duda que sea feliz, deseada o temida. Tal incógnita se incrementa gracias al uso de los silencios, unos silencios tan incómodos que sólo queda la opción de recurrir a los gestos, a las miradas y a los actos de los personajes para indagar qué diablos pasa entre los principales miembros de esa familia.
Para colmo surge el viaje, el necesario trayecto que transforme a los adolescentes a lo largo del metraje. A priori, las intenciones del padre suenan positivamente, partir con sus dos hijos en la clásica excursión a pescar, momento adecuado para conocerse y recuperar el tiempo perdido. Sin embargo, las incertidumbres del pasado chocan con un presente que desconoce qué ruta seguir. Porque el padre acumula un aura misterioso y autoritario que rompe de inmediato la expectativa del reencuentro feliz.
La película toma entonces el aspecto de una road movie a través de una Rusia rural, profunda y salvaje, apartada de las grandes urbes con el objetivo de alcanzar algún lago concreto. Y tras más de un desencuentro, sobre todo dado por el menor de los hermanos, surge la duda del vaivén, del moverse a lo loco por el ancho país ruso y el desconcierto que produce la actitud de un padre que otorga ciertas pistas que parecen falsas, como las repetitivas llamadas telefónicas, o su dictatorial modo de comportarse. Por ahí se intuyen algunos demonios que corroen a ese hombre incapaz de ejercer de padre tras tanto tiempo de ausencia, o que simplemente hubiera preferido seguir siendo un fantasma que se hubiera hundido tranquilamente en el recuerdo de alguna fotografía. Son tantas las imágenes con las que juega Zvyagintsev, que parece querer coquetear con la mentalidad del espectador a través del doble sentido y del simbolismo que se apodera de los elementos que rodea al trío protagonista.
Al director ruso se le ha ido equiparando, a lo largo de los años, con uno de los grandes cineastas de la historia: Andrei Tarkovski. Básicamente por compartir nacionalidad y exhibir un modelo similar a la hora de contar historias. A Tarkovski siempre le acompañara el mantra de la faceta poética que transmitían sus imágenes, junto a unas historias alejadas de los ámbitos comerciales. Con Zvyagintsev sucede algo parecido, gracias al cuidado uso de la fotografía y su utilización para subrayar las ideas que cuentan sus películas.
Como por ejemplo el uso del agua, el liquido elemento anda ligado tanto al bautismo católico, como a las clásicas pruebas de valor juvenil, aquellas donde los jóvenes consideran importante saltar desde una altura considerable sobre el agua para mostrar su hombría ante los demás. También el agua aparece a la hora de imponer castigos, como cuando el más pequeño reta la autoridad paterna y es abandonado a la intemperie del aguacero. Un jarro demasiado frío como para recuperar la esperanza de un destino feliz. Sobre todo cuando la solución pasa por ir hasta una isla abandonada, guiados por un barquero más cercano a la figura de Caronte, que a la del padre Abraham, tras superar los chicos un verdadero diluvio para poder alcanzar la costa. En esa isla deberían darse algunas respuestas, las que siempre busca el espectador y en este caso llevan tiempo ocultas, escondidas, como un tesoro bajo tierra. Aunque seguramente el premio esté dentro de la imaginación que provoca el visionado de una película tan apasionante como el debut de Andrey Zvyagintsev.