Tiene
que ser toda una experiencia poder fardar de un estreno
cinematográfico que, posiblemente, se convierta en la mejor película
de la filmografía de su director. El británico Sam Mendes lograba
triunfar en su debut de 1999 en todas las facetas posibles: crítica,
público, taquilla y hasta en el codicioso reconocimiento de los
premios. Incluidos cinco Óscars de la academia americana (película,
dirección guion, fotografía y actor principal) Y es que American
Beauty puede considerarse un clásico moderno sobre el retrato de
una familia de clase media alta americana. La típica que llevamos
observando y consumiendo en medios televisivos, mediante series de
mayor o menor calado, y que vienen a demostrar, o a vender más bien, el triunfo de vida
americano con viviendas unifamiliares ubicadas en barrios
residenciales, el habitual cuidado de sus jardines, vecinos
encantadores y mascotas perrunas.
Sin embargo, la gracia del filme radica en la caída de ese modelo triunfalista, cuando el núcleo familiar anda en descomposición. Un clásico simplista sería achacar a la cacareada crisis de los cuarenta para explicar la deriva que toma el actor protagonista y que a la vez es el narrador de la película. Porque Lester Burnham (Kevin Spacey) anda desorientado a sus 42 años, perdido en su propia mediocridad y vida rutinaria. Pero el resto de la familia también cobra su cuota de protagonismo a lo largo del filme. Su mujer, Carolyn (Annette Benning), también arrastra sus propios problemas derivados de su ansía de triunfo laboral y la estúpida moda de aparentar un modelo de vida equilibrado ante los demás. La necesidad de figurar dentro de un canon que viene marcado por la sociedad, afecta también a la hija de ambos, una adolescente que acumula las preocupaciones propias de una edad que busca reconocerse y ubicarse.
Idilio familiar |
Curiosamente, las salidas que van tomando los protagonistas para solventar sus problemas andan encaminadas en la parte contraria de lo que supuestamente querría vender el triunfal estilo occidental. Al fin y al cabo toda sociedad esconde bajo el paraguas del disimulo los pormenores de la diversión: drogas, sexo y rock and roll. El verdadero motor de la diversión contenida que propone el guionista Alan E. Ball, el artífice de la mala leche que va acumulando una película en un claro formato teatral, donde brillan unos actores en estado de gracia y lengua afilada. La incorporación de algunas escenas sacadas de algún paréntesis surrealista tiende a enmarcar la buena dirección de Sam Mendes, ahí donde cabe destacar el apoyo inconfundible de una BSO reconocible a pesar del tránsito de los años.
A día de hoy y gracias a la pandemia, la necesidad de cuidar la salud mental ha ido ganando adeptos derivado por los graves problemas mentales que se han ido incrementando ante la angustia vivida por un enemigo silencioso y que ha trastocado nuestro nivel de vida en los últimos tiempos. Curiosamente, la ayuda médica, farmacéutica o el clásico diván andan excluidos del filme de Mendes, porque siempre es más divertido observar el despropósito en el que se embarcan los demás. Los integrantes de la modélica familia buscan orientar sus vidas en una huida hacía adelante que logra sacar al espectador una sonrisa necesaria, al menos durante las dos horas que dura un estreno singular, gratificante y siempre necesario.
Sam Mendes, 1999
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