30 de septiembre de 2020

Fortines de Los Molinos

Los fortines, parapetos y trincheras vuelven al blog tras una larga pausa. Y con una buena excusa que nos devuelva al monte, a la caza de las cicatrices que dejó la Guerra Civil en la cercana localidad de Los Molinos. En primer lugar conviene recordar la estabilidad del frente a lo largo de la sierra de Guadarrama, motivo que propició la construcción de numerosas fortificaciones militares a lo largo del cordal montañoso. Y un buen ejemplo son los fortines del citado municipio molinero; diseminados estratégicamente en las afueras del casco urbano y que estiraban su línea defensiva hasta Guadarrama, a través de una repetitiva fortificación circular. Estas casamatas seguían un mismo patrón constructivo, gruesas paredes de hormigón armado y dos aberturas en su parte delantera, para que los soldados de su interior pudieran observar el frente y amenazarlo con sus ametralladoras. Un cilindro ubicado justo en el centro permitía apoyar estas pesadas armas. Acabada la guerra, por ahí se quedaron esas moles cementadas, propicias al olvido, a la intemperie y al vandalismo. 80 años después se han ido recuperando del abandono y expuestos como atractivo turístico.

Vistas desde el fortín del Barranco de las Encinillas
Hace menos de un año se llevaron a cabo una serie de excavaciones arqueológicas en algunos de estos fortines. Unos bonitos trabajos que pretenden poner en valor estos hormigonados vestigios de la historia de España, tan llamativos como la necesaria creación de la ruta señalizada. Circunstancia que anima a comprobar cómo ha quedado una simple limpieza de escombros, además de pequeños descubrimientos realizados por los responsables adecuados. 

A principios de marzo, un servidor y Bosco, intentamos infiltrarnos por dehesas molineras para tomar nota de los trabajos hechos. Sin embargo, un temporal de lluvia y viento nos obligó a huir, con riesgo de padecer un sospechoso constipado que acojonase a cualquier compañero de trabajo a inicios de la simpática primavera del 2020. Ahora, con un otoño recién estrenado y leves brisas acompañadas por débiles lluvias, volvemos, con la firme intención de asaltar la molinera ruta de los fortines. Con el agravante de la nocturnidad, en un fútil intento de pasar desapercibido en las primeras instancias del pateo. Porque enseguida te encuentras con un vecino madrugador, receloso de mi perro, y por ende, yo de los suyos. Porque en realidad son dos contra uno, pequeño percance que me permite descubrir que me he dejado la correa del chucho en algún sitio menos donde debiera. -Tampoco es para tanto, señor-. Tire para adelante que ya me quedo yo interpelando a una curiosa vaca que asoma el pescuezo tras un muro. Si fuera una maruja nos llamaría gamberros por molestar durante las mejores horas del sueño en tiempos inadecuados. 

Calleja de San Sebastián

Solventado el primer conflicto, abreviamos por una calleja con la firme intención de atajar por una bonita senda que nos embarque al inicio del camino de Las Cuevas. Allá donde destaca el fortín de Los Veneros. Uno de los afortunados que ha pasado por maquillaje y que sobresale pegado a uno de los roquedos que afloran a los pies de la colosal Peñota. El acceso al fortín ha sido tenazmente limpiado, hasta alcanzar la roca que en su día fue adecuada por los usuarios del mismo, al tallar unos escalones que permitieran acceder con facilidad al interior de la construcción. Desde dentro se observa parte de la dehesa y de un panel informativo que torpemente tapa la otra parte. El fortín contiene la fecha (1939) de su construcción marcada en su frontal y está bastante bien conservado. La recién excavada entrada, confiere un pequeño atractivo que permite ver el curveo de la trinchera, cuyo trazado se adivina por la zona trasera sin limpiar. 

Marcado el primero, proseguimos la excursión por la ancha pista del camino y con las nubes agarradas en las cumbres; dispuestas a soltar el chaparrón en cualquier momento. El camino de las Cuevas permite deslizar cortas visitas a alguna que otra cantera adyacente, hacernos perder el tiempo ensimismado por cruces labradas en algunas rocas o rebuscando un trazado distinto que nos lleve a alcanzar el paso que sortea, por lo bajini, la línea férrea. Unas vías que buscan cruzar la montaña en su camino hacia Segovia mientras que un bonito pórtico labrado en piedra conecta la dehesa bajo las vías del tren. Al llegar a este túnel se comprueba también como pasa alegremente la corriente del arroyo de La Peñota, ¡como un señor!, que entra a lo grande por puertas enmarcadas mientras brinca por la cantidad de pedrolos que pueblan este paso. Tras sortear el desigual y húmedo enlosado, tomamos otro atajo, campo a través mediante por las diferentes majadas abandonadas que quedan por La Solana, y que confieren un aire de romántico abandono a los distintos herrenales. Más aún, cuando la naturaleza adorna los muros levantados por la mano del hombre con su lento pero constante crecimiento.

Posición Majalcamacho

Entre retamas anda el juego, buscando la senda correcta de ascensión y calándonos a causa de una agradable llovizna que nos acompaña hasta alcanzar unos peñascos. Por ahí destacan un par de agujeros vigilantes. Orgullosos de permanencer en un balcón privilegiado pese a haber perdido la cabeza, volada desde su interior por los mismos bestias que antes se mataban en guerras. Parece que la excusa era recuperar metales de la construcción. El fortín recibe el nombre de Majalcamacho, quien exhibe con gallardía sus restos ante las buenas vistas del lugar, nubarrones incluidos.

Otros peñascos menos inclinados en su trasera son propicios a sacar el desayuno. Mientras preparamos el tentempié y Bosco lloriquea alguna golosina, oteamos el tendido horizonte madrileño donde se divisan faunas de todo tipo. Algunos esforzados beteteros elevan piñones que les permita subir con comodidad la ancha pista de la Molinera, mientras otro guardián solitario observa desde su atalaya a los domingueros que invaden las laderas de La Peñota. También hay tiempo para ver como sobrevuelan otros tipos de pájaros. Y si la miopía no me engaña, algún que otro buitre. Llenado el buche, descendemos por la Molinera, hasta que en el primer recodo surge la bonita senda del PR30. Una estrecha vereda que coquetea con las faldas de la montaña. Tras cruzar el segundo de los arroyuelos que atraviesan la senda, atrochamos hasta otros riscos que albergan al fortín del Barranco de las Encinillas. Otro desvalido sin cabeza, también sin techumbre pero con la misma enfadica ojeriza en sus troneras, dispuestas y vigilantes sobre el horizonte. Otros restos sobresalen de sus entrañas, ladrillos y metal retorcido dan una idea de los materiales utilizados en su construcción. 

Trinchera excavada en la roca, 2009

Al menos queda el cilindro interior donde aposentar las posaderas, porque la idea era bajar por la ladera y enlazar nuevamente con la Molinera. Pero hay bastante ganado suelto y voy sin correa. Así que volvemos al PR30, para buscar la escapatoria que proporciona una ancha pista llamada de Los Campamentos y estirar algo el pateo que para eso hemos madrugado. 

El leve rodeo regresa a Los Molinos hasta el trabajado acceso que sortea la vía férrea, junto a la urbanización de Los Arroyuelos. Por el camino se pierden las vistas al fortín de las Encinillas, dentro de una finca privada aunque retratada desde la distancia, y el fortín de La Molinera, también en finca privada. Aunque está última fue visitada en el pasado (2009) y toca tirar de archivo para rememorar su desvencijado estado. Por suerte aún quedaba bien marcada la entrada, excavada en la roca y algunas trincheras de alrededor. Muy similar a las ya vistas.

La excursión tiende ahora en bajada, por el camino del Calvario hasta una nueva urbanización: El Balcón de la Peñota. En uno de sus jardines está expuesto otro fortín, como los olivos centenarios en las rotondas. Coqueto, bien señalizado y cuidado como a un niño de bien dentro de las extensas urbanizaciones, parcelas y viviendas suntuosas que han terminado por ahogar el casco viejo de Los Molinos. Tal período de la influencia del antropoceno en el entorno, queda registrada en los numerosos restos que merodean los caminos molineros, porque en esta zona queda bastante porquería que ni los carteles, ni advertencias sancionadoras de tirar escombros esconden la vergüenza de las cerámicas, los ladrillos, baldosines y demás elementos constructivos. Tal masificación ha propiciado que la supuesta línea del frente o de las necesarias trincheras que deberían unir estas construcciones hayan desaparecido bajo el imponente argumento del progreso.

Al menos queda la decencia del trabajo tardío, como la realizada en el fortín de Majaltobar, rescatado del abandono y del vandalismo. Nuevamente destaca la trinchera que da acceso a la casamata, excavada en la propia roca y que pone de relieve los esfuerzos que realizaron en su construcción. La comparación con imágenes de mi archivo constatan la cívica limpieza realizada. Pero la excursión empieza a apurar su final, rodeando la cerca que impide acceder al sanatorio de la Marina, cuya parcela encierra otro fortín sin posibilidad de visita. Al menos queda mejor resguardado que del uso puedan dar de él. Como el último de la lista, llamado de Los Huertos. Usado como refugio para jóvenes nocturnos que ingieren sus bebidas de fuego tras la protección de unas paredes que superan los 50 cm de espacio. Esta casamata es el inicio de la ruta local, el final de la mía, al pie de unas dehesas molineras que propician buenas vistas del monte serrano, cuyos cielos han recobrado la claridad del sol.

Acceso a Majaltobar

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