15 de octubre de 2025

Soledad y angustia

Salvatore Lombino nació en octubre de 1926 en la ciudad de Nueva York (a huevo del centenario de su nacimiento) Un escritor yanqui con raíces italianas cuya firma literaria derivó en Ed McBain, el sobrenombre más conocido. Lombino fue un escritor de una extensa producción y que con el paso del tiempo se le reconoce principalmente en novelas de carácter policíaco y criminal. En especial, una larga serie conocida como Distrito 87 (con más de 50 títulos en su haber). Para 1952 adaptó legalmente el nombre de Evan Hunter, en un extraño gusto por usar seudónimos que le llevaron a firmar como John Abbot, Hunt Collins o Richard Marsten entre otros. Al final, el bueno de Lombino/Hunter dejaría de marear la perdiz y se centraría en dos vertientes: McBain para la prolífica serie criminal, mientras que Hunter se quedaría para un espectro de novelas más diverso en la temática literaria. Hacia 1992 se supo que ambas firmas eran la misma persona y, finalmente, falleció en 2005 tras fumar como un carretero a lo largo de su vida.

Soledad y angustia data de 1964, y viene firmada por Hunter. Y como en otras ocasiones, la lectura de este libro vino dado por el azar, dentro de la amplia gama que representa mi particular colección Reno; en una edición de 1971 y que su antiguo propietario debió leer hacia 1974, al dejar entre sus páginas algunos billetes del metro de aquellas fechas en dirección a Embajadores. Una chorrada que me hace sonreír y volver a dar utilidad a un libro 50 años después. 
Yo hubiera jugado al parchís con Gloria
La novela versa sobre un tipo que se despierta en un banco, como un mero vagabundo trajeado en un conocido parque de Nueva York. El hombre se percata de que su memoria anda despistada, en una suerte de amnesia de la cual no recuerda nombre, situación, ni nada que le sirva de contexto. Lógicamente, la primera opción es descubrir quién carajos es y cómo leches ha acabado durmiendo al aire libre sobre el mobiliario urbano. La única pista que lleva encima es una alianza con las iniciales, G.V., y una libreta negra con un número de teléfono. Ocasión única de echarse a la aventura en la enorme ciudad de Nueva York a la búsqueda de alguna respuesta. Porque la opción lógica de pedir ayuda a cualquier autoridad, ya sea policial o médica, queda descartada para evitar el fin de la ficción.

Debe dar una fuerte sensación sentirse desamparado ante la propuesta de Hunter, en un recorrido singular donde irán surgiendo algunas pistas del pasado de nuestro protagonista. Una figura que adopta el singular nombre de Sam Budvion, para al menos presentarse al mundo como corresponde.

En teoría, la historia propuesta se postula en unas 24 horas, pero con la irrupción de diferentes personas, con las que Budvion irá tratando, el tiempo se dilata, se abre a nuevas experiencias temporales donde el autor aprovecha para rescatar algún recuerdo perdido. Como el colmado donde trabajó de adolescente o el entrañable recuerdo de su abuelo en el negocio familiar. Pero en otras ocasiones hay escenas que van y vienen en el tiempo, en un libre albedrío que obliga al lector a prestar atención. Resulta curiosa la aportación de unos jóvenes al principio del texto, porque en su deambular, Budvion establece contacto con otras gentes en las que despierta algún tipo de subconsciente, en una extraña evocación del pasado que se entremezcla con el supuesto presente del protagonista. Hay una mezcla que traslada la lectura de manera onírica al pasado, al mezclar cosas del presente con tiempo pretéritos, una fórmula clásica de dotar al protagonista de agarrarse de algún modo al esquivo presente, ese al que su mente da la espalda y por la que lucha por salir a flote. Y ya que navegamos en aguas oscuras, huelga decir que Hunter participó en la II Guerra Mundial en el Pacífico. Señales de un pasado que recupera en algunos personajes y los representa como antiguos camaradas de Budvion, tanto en su presente como en sus recuerdos bélicos.

La obsesión que empuja al protagonista hacia adelante cumple otra variante clásica, y lleva el nombre de una mujer: Grace. Hay una Grace por ahí, un amor o un desamor, perdido o añorado, que obviamente tiene que formar parte de la resolución del enigma. Una esperanza al que nuestro protagonista no se harta de perseguir y hasta acosar a ciertas mujeres a las que su mente asocia hacia su querida Grace. Y así es como evoluciona en el texto su persecución y su esperanza de resolver un misterio a través de diferentes Graces que terminan siendo Glorias, Janets... mujeres diversas que ayudan de un modo u otro a divagar sobre las tinieblas de un hombre cuya cabeza persigue ese fantasma que le devuelva la clave de su existencia. 

Vio salir a una señora por las puerta del muelle, un hombre corrió a abrazarla, y de repente se sintió más solo que nunca en su vida. Los pasajeros estaban inundando las calles, abrazándose, besándose y saludándose entre ellos, y él se quedó al margen de la muchedumbre, respirando penosamente, contemplando el intercambio de carió, y de pronto, lloró.

Hunter induce al texto una sospecha divertida, gracias a la publicación de una noticia clave en un periódico. La de un peligroso prófugo de una institución mental. Un dato alentador para el bueno de Budvion, meterse en la tesitura de aspirar a ser un loco huido de un manicomio y que su vida sea un invento de las cábalas de su atormentada cabeza. Un aspecto dubitativo que el autor incluye a propósito para acarrear mayor complejidad a textos sacados de la linealidad, recuerdos confusos de un pasado que parecen entrelazarse con la supuesta realidad en un endiablado juego que encaja en diversos tramos del relato. Esos vaivenes temporales pueden servir para poner en orden al lector, o a un protagonista perdido en su locura, del mismo modo que pone en guardia a un lector receloso de tramos menos logrados, espesos, párrafos que mosquean por jugar al despiste y comprobar que nuestro héroe tiene alguna tara sicológica mientras recorre las calles de Nueva York a buen paso. La ciudad también tiene su protagonismo, no deja de ser una gigantesca urbe transformada en un laberinto de calles cuadriculadas por números y amplias avenidas. Mayor vacío no puede darse si el tipo es capaz de reconocer tales lugares menos su jeta al verse reflejado en un espejo.

Soledad y angustia en una novela distante, diferente y extraña, a la caza de un aspecto loable y que puede embaucar al lector por su atrevida propuesta de alborotar, de hacer algo distinto. Pero también puede echarlo para atrás, cuando se enroca en términos recurrentes o nos hace perder el hilo de dónde está nuestro protagonista. Lo reconozco, hay tramos donde descarría y obliga a retomar la lectura unas cuantas líneas hacia atrás. Resulta curiosa y relevante la novela de un autor con ganas de enredar, hacia un final que apunta a resolver las dudas de un lector temeroso de los finales abiertos tras tantas vueltas dadas.

Para finiquitar esta entrada, un último apunte sobre la extensa obra de Hunter, pues tuvo varias adaptaciones cinematográficas por algunos directores reconocidos de la época: Richard Brooks (Semilla de maldad), John Frankenheimer  (Los jóvenes salvajes), Claude Chabrol (Laberinto mortal) e incluso el japonés, Akira Kurosawa (El infierno del odio) se apuntó a la moda de adaptar textos ajenos. Evan Hunter también participó como guionista en algún que otro film, a destacar su participación junto a Hitchcock en la adaptación de Los pájaros hacia 1963. Por supuesto, Soledad y angustia también tuvo su trasvase a la gran pantalla de la mano de Delbert Mann, con James Garner y Jean Simmons como protagonistas en La mujer sin rostro, 1966. A ver si la encuentro y la echamos un vistazo.

Soledad y angustia
Evan Hunter
Ed GP, 384 de la Colección Reno,  1964

25 de septiembre de 2025

El rostro impenetrable

Es un western. Podría ser uno más de la ingente colecta de este género concreto del séptimo arte, pero esta cinta contiene alguna que otra salvedad que la diferencia de películas similares. En primer lugar, y más importante, es que este filme logra colgarse algunas etiquetas (atípica, singular, rareza) que la distingue de las clásicas películas protagonizadas por indios y vaqueros. Además, se trata de la única película dirigida por Marlon Brando, actor y figura más que relevante del siglo XX. En un principio, la dirección del rodaje corría a cargo de Stanley Kubrick, quien debió salir tarifando del propio Brando y sus manías ególatras. Y para esas fechas (inicios de 1960), la estrella del actor brillaba con más pujanza que la de un director en ciernes. Sin mayores reparos, Brando se haría cargo del rodaje a lo grande, como conseguir alargar la duración del mismo, situación que provoca el incremento del presupuesto, y a un primer montaje, que superaba con holgura la duración comercial de la cinta. Vamos, que todo se desmoronaba. Por suerte, las hábiles tijeras de productores y montadores hicieron acto de presencia para reducir un corte final superior a las dos horas, donde todo parece que cuadra a la perfección. 
Brando con Pina Pellicer - Wikimedia Commoms
El rostro impenetrable contiene algunas de las premisas clásicas del western: un argumento que contiene atracadores de bancos, venganza y una historia de amor. La gracia consiste en cómo se cuenta y en qué dirección van los actores a la hora de desarrollar el argumento. El filme arranca con el atraco a un banco y la posterior celebración de los bandoleros, cada uno a su manera dentro de la habitual fiesta de alcohol y mujeres. Pero las autoridades mexicanas dan con ellos, y en una apurada persecución los protagonistas se ven cercados con un único caballo por montura. Rio (Marlon Brando) se queda en lo alto de un cerro cubriendo la retirada de su compinche, Dad Longworth (Karl Maden) con la idea de que éste regrese con caballos de refresco para poder huir juntos. En medio de ese trajín, Dad decide quedarse con el botín y abandonar a su amigo, que será apresado y echado sus huesos a prisión. Con el tiempo logrará huir, con la idea fija de saldar cuentas con su anterior camarada. Visto así, todo apunta a una búsqueda feroz, con persecuciones, tiroteos y acción a raudales entre ambos protagonistas, pero el trascurso del tiempo es otro y los tambores de venganza se ven retrasados por las mentiras, el interés y unas cuantas dudas internas provocadas por temas inesperados. 

Porque Dad ha rehecho su vida, formado una familia y ha logrado ser un respetable sheriff de una pequeña ciudad junto a la costa californiana. Hasta allí acude Rio, junto a nuevos compañeros, con la idea de perpetrar un nuevo atraco y dar salida a sus ganas de revancha tras pasar cinco años a la sombra. Ese ímpetu, se enreda en las faldas de la hijastra de su rival, en las mentiras de sus verdaderas intenciones y en un remordimiento interno que trastoca toda idea preconcebida. Menuda faena, planear como moler a tú enemigo y no saber cómo afrontar la venida irresponsable de Cupido. Ese factor, interno, psicológico, alterna perfectamente en sintonía con la exagerada querencia de la cámara hacía Brando. El gusto de acaparar pantalla, como un empalagoso enamorado de sí mismo, hace dudar al espectador sobre si anda perdidamente enamorado o piensa usar a la joven incauta como parte de su revancha. Del mismo modo ocurre cuando ambos protagonistas comparten pantalla, al crearse una continua tensión del que no sabemos cómo evolucionará en las diferentes ocasiones en las que se encuentran.
Rojo pasión - Wikimedia Commoms
En la película, hay otros factores a tener en cuenta. La mayoría de la crítica realza la inclusión del mar en el paisaje frente a las clásicas praderas o desiertos crepusculares. Especialmente la captación del oleaje, al que supuestamente Brando esperó retratar durante días para remarcar el estruendo mental de sus actores, una manera de entender el dilema al que debe afrontar el personaje principal frente a su antiguo colega. Un Karl Malden soberbio a la hora de recrear a un sheriff amable, dicharachero y querido por sus vecinos. Un contraste simpático que esconde al violento pistolero de antaño, una doble cara tan marcada que parece servir de modelo a otro sheriff encantador y cabrón 30 años después, el oscarizado Little Bill Dagget de Gene Hackman en la magnífica, Sin Perdón. Esta claro que el duelo de actores eleva la película en todo su desarrollo. La mecha del conflicto anda amortiguada en los cambios sufridos por ambos, pero el reencuentro y las consecuentes mentiras que cargan sobre sus espaldas, desemboca en una evolución continua hacia el inevitable final.

En su día, Brando renegó del montaje final, y tal vez sea una de las causas por las que no repitió tras las cámaras. Además, El rostro impenetrable fracasó en la taquilla americana aunque tuvo mejor acogida en Europa, donde logró ganar la Concha de Oro del festival de San Sebastián. Al final, el verdadero medidor del éxito es el tiempo, aspecto que logra que esta película haya logrado un estatus relevante que la situé como un clásico imprescindible a reivindicar.

Marlon Brando, 1961

13 de septiembre de 2025

Calderas del río Cambrones y un Cancho de cima

El pasado mes de agosto, la península ibérica fue azotada por una intensa ola de calor. Una chicharrera interesante que sobrepasaba cualquier hora del día, rincón o sombra. Tales indicadores, apenas incitan a darse un garbeo por el monte para sufrir a lo tonto, salvo que uno busque frescas alternativas, madrugadoras o que estén bien sombreadas. Lo cierto, es que hacía bastante tiempo de una excursión larga por la sierra del Guadarrama, de las que dan pie a preocuparse de un mínimo de planificación o de pararse a dejar algo manuscrito en el blog. La Calderas del río Cambrones son una estupenda opción de chapoteo veraniego; bastante conocidas, se tratan de una serie de pozas donde poder remojarse alegremente mientras se remonta un río que se ha abierto camino por un terreno bastante escarpado. A pesar del imperante calufo, ir directo a refrescarse es una opción a desechar, porque uno siente que hay cosas que tienen que ganarse para poder disfrutarlas mejor.
Al agua patos
Por ello, la excursión estival arranca desde el Paseo Santa Isabel II, mientras se aprecian los preparativos de las fiestas del municipio de La Granja en honor a San Luis. La vía de escape al monte, se da por la conocida senda que se dirige hacia uno de los puntos de interés más conocidos por estos lares: la cascada del Chorro Grande. Pero antes de avistar el salto de agua, una inmensa cantidad de moscas, y otros seres alados, recuerdan al excursionista el rigor del verano, por cómo estos bichos les da por merodear constantemente sobre mi cabeza mientras mis manos aletean en vano apartar estos molestos seres. Es lo que tiene el calor, el sudor y la maldita crema solar, que deben servir de alimento a estos jodidos bichos. Al menos camino sobre un amplio robledal, cuya frondosa bóveda otorga una apreciable sombra a la vera del arroyo, Peña Berrueco. Poco a poco va surgiendo el roquedal sobre la floresta. Una considerable mole granítica que se impone sobre el arbolado. Más bien parece un faro visual que atrae al ser humano a observar su monumentalidad, como si fuéramos polillas curiosas hacía la luz, mientras un continuo soniquete indica la leve caída del agua. Tras un pequeño desvío, nos situamos a los pies de la cascada, y se nota que estamos a mediados de agosto, pues el cauce anda algo flojucho para una caída que presume de llamarse Chorro Grande. Fuera la coña, se agradece que todavía mantenga algo de agua que incita a meterse debajo de su caída. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho.
Sin embargo, queda mucha andadura por delante y toca regresar a la pista anterior para continuar subiendo, casi recto por la ladera del monte en una pista bien marcada. El siguiente hito a alcanzar es una fuente, situada sobre el arroyo del Hueco y que está colocada en un recodo del camino a pesar del extenso follaje que intenta ocultarla. El manantial surge con fuerza de su caño, y tan fresco, que no hay mejor manera de combatir el calor que meter la cabeza debajo y refrescar la siguiente tontería: abandonar la pista forestal y atrochar el monte para alcanzar el cortafuegos que corona la ladera de El Morro. ¿El motivo? Que ese cortafuego sirve para alcanzar una inhóspita cima llamada: El Cancho. Un dos mil sin el glamur que destilan sus vecinos picos de La Flecha y El Reventón. La tonta subida, desde la fuente, suponen unos 200 metros de desnivel, a lo loco, en mitad de un pinar de repoblación y la agradable compañía de saltamontes y mariposas; otros bichos menos molestos que los anteriores y que surgen cada vez que busco apoyo en los árboles que me permita descansar, resoplar y coger aire. Menuda pendiente me estoy comiendo. Al menos, queda para el recuerdo el retrato de uno de esos Gigantes (un pino de buenas dimensiones) que suelen aparecer por ahí dispersos cuando atrocho sin sentido. 

Llegado al cortafuegos, de compañía sólo quedan los saltamontes, empeñados en seguir mis pasos en cada zancada dada, como si fueran unos cotillas que se empeñan en saber a dónde diablos voy. Mientras, el cabrón de El Cancho parece extender más metros de por medio, en una asolada pradera y en continuo ascenso, el artificial camino va menguando su anchura debido a una maleza en constante crecimiento, recuperando el terreno que el ser humano creó a su antojo. La vista resulta curiosa, ando rodeado de praderones cuyos pastos ocupan una gran extensión, y del cual, comparten sus bienes el ganado doméstico con otros animales salvajes: como una manada de jabalíes a los que observo desde la distancia. Después de penar a lo largo de la ascensión y el auge del viento, surge la Cima de El Cancho. Una aglomeración rocosa que alberga viejos muretes desperdigados a su alrededor, tirados al suelo por la desidia del tiempo. Es la hora de la merienda, del bocata y las golosinas que sirven para otear un horizonte plomizo; porque el habitual azul celeste ha sido sustituido por la grisácea acumulación de cenizas sobre el cielo, por la ingente cantidad de incendios que se han concentrado en el noroeste peninsular del verano de 2025.

Tras rellenar el buche, toca desandar el viejo cortafuegos, con mayor rapidez gracias al descenso y ante la amenaza de alguna gota caída del cielo, se barruntaba una tormenta que por suerte quedó en cuatro gotas mal repartidas. Más o menos, a la altura donde alcancé este cortafuego anteriormente, el camino se ensancha en sentido contrario a la cima anterior. Se nota el trabajo de la maquinaria pesada más reciente y que amplia el camino por este supuesto cordal hasta llegar a una nueva bifurcación. A izquierdas, hay un desvío que permite descender la ladera, a plomo por el cortafuegos, aunque en este caso se queda como a la mitad el desbroce artificial. Un pequeño contratiempo que obliga en el descenso atravesar el pinar sobre las terrazas creadas cuando se repobló estos montes. Unos cuantos traspiés después, se alcanza la pista del inicio de la ruta, la del desvío de la fuente del arroyo del Hueco; y ahora sólo queda por alcanzar un nuevo desvío que nos lleve hasta el premio de las Calderas del río Cambrones.

Vistas desde la cima El Cancho
En wikiloc, hay varias rutas que inician la excursión por el río y después remontan la fuerte pendiente que ahora me toca afrontar en sentido contrario. Es un itinerario similar al mío, salvo que voy en dirección contraria. Por eso, la bajada anda bastante empinada y requiere de cierta precaución por la imponente depresión que el agua ha creado con el paso del tiempo. Con paso lento y en zigzag, se baja hasta el cauce del río, y rápidamente diviso una primera concavidad donde se acumula el liquido elemento. Apenas pierdo tiempo en despelotarme y zambullirme, cual nutría fondona, sobre el río. Había ganas de combatir el calor del paseo acumulado y apenas costaba sumergirse en la poza.

Estas aguas son muy conocidas y su visita en verano será siempre más apacible en día laborable para evitar aglomeraciones. Una simpática pareja yacía en una caldera anterior y en la siguiente, volví a bañar, bucear y flotar sobre el Cambrones, relajado y feliz de volver a preparar un nuevo y merecido almuerzo tras secarme al aire libre. Goloso que es uno. La ruta llega a su fin en el conocido trasiego de retorno a la población de La Granja, por una senda paralela al río y que alcanza el núcleo poblacional camino de mi vehículo tras alcanzar unos 25 kms repartidos en 32907 pasos. 

3 de septiembre de 2025

La flecha negra

Es un clásico, catalogado como juvenil y de escaso tamaño. Ideal para amenizar el letargo veraniego con las medievales aventuras que propone Robert Louis Stevenson. Uno de los grandes escritores británicos, de los pocos que logró disfrutar su éxito en vida; y encima, vivir de ello, gracias también a otras publicaciones más reconocibles como La isla del tesoro o El doctor Jekill y Mr Hyde. Tan notables, que ambas suelen estar en todas las listas de clásicos imperecederos. 

La flecha negra también tuvo su público en su momento, con una historia sobre un proceso histórico concreto en las islas británicas. Una guerra de sucesión en el siglo XV entre dos bandos: la casa de Lancaster y la de York. Un conflicto más conocido en la efeméride como la Guerra de las Dos Rosas, una rosa blanca representaba a York y la roja a Lancaster. En medio del envite aparece el ficticio protagonista: Richard Shelton. Un jovenzuelo que anda con demasiadas ganas de mostrar su valía como caballero en las batallas que se intuyen en el futuro. Además, anda tutelado por sir Daniel Brackley, un importante noble que busca adherirse a la causa más lucrativa para sus intereses. Como otros nobles cuyos motivos varían según las ganancias previstas, o simplemente apostar por el caballo ganador. Pero el destino aguarda otros derroteros para el joven Shelton en los juegos políticos de la próxima guerra civil, e incluso, algunos misterios del pasado que tendrá que ir descubriendo sobre su linaje. La flecha negra es una novela repleta de giros y vaivenes que cumplen a la perfección el termino de aventuras. El texto aglutina las temáticas necesarias para satisfacer una lectura animada con misterios a resolver, misiones casi imposibles, acción en diversas batallas y un clásico del genero: los disfraces; tan comunes y útiles para esquivar o sorprender al enemigo.
Por supuesto, hay espacio para la clásica historia de amor entre el protagonista y la dama en apuros constantes. Una temática que alcanza empalagosos momentos de amores declarados de por vida a las primeras de cambio. Algo digno de estudio, la facilidad de enamorarse a lo loco, a las primeras de cambio y sin mayor sentido que dar libertad a las hormonas. Obviamente, nuestro protagonista es digno de tal sentimiento, al representar al tradicional héroe defensor de la moral y el honor. Su noble corazón, lo guía a ejercer siempre lo correcto frente a las constantes tribulaciones de los adultos. Su único error, serán las consecuencias de sus actos, llevados siempre con buenas intenciones, pero que chocan con la triste realidad cuando afectan a terceros. A través de las lágrimas vio marcharse al viejo, mareado por la bebida y por el dolor,... ,y por vez primera, comenzó a comprender la desesperada partida que jugamos en la vida, y cómo una vez hecha una cosa, no puede ya cambiarla ni remediarla ninguna contrición. Un aspecto que destaca el bueno de Stevenson para formar el crecimiento del personaje a lo largo de su historia, y no dar por sentado, que el héroe de la historia resuelve sus actos sin consecuencias. 

Toda buena historia tiene que estar elevada por otros personajes que aumente el soso interés de la manida búsqueda de venganza, o las simples controversias a las que recurren los enredos amorosos. Stevenson tiene el notable acierto de incluir a variopintas figuras, desde el fácil comodín que representa al leal compañero, vividor, sinvergüenza y borrachín, Lawless; hasta la coqueta y deslenguada doncella, Alice. En este punto, cabe destacar la inclusión de un personaje histórico y elevado con anterioridad por la pluma de Shakespeare. Un joven llamado Richard de Gloucester, el futuro Ricardo III, con una perspectiva interesante y decidida, violencia incluida, para lograr cumplir sus objetivos sin ningún tipo de miramientos. Una aportación final tan impactante, que casi se come la aventura llevada a cabo por nuestro héroe inicial. Vamos, que daban ganas de abandonar al bueno de Shelton y pasarse al lado del jorobado de Richard, porque simplemente molaba ver el atractivo que recrea un personaje que destila chulería y un toque de locura que atrae como un imán. 

Pero había que terminar con el relato, conocer el final de las peripecias propuestas por Stevenson en múltiples episodios donde algunos llegaban a ser bastante entretenidos a pesar de su noble carácter juvenil. Por último, cabe resaltar la habilidad del autor a la hora de encadenar interesantes diálogos entre los personajes y que terminan siendo una delicia de leer. Un don que termina siendo una gozada por la capacidad de construir a cada personaje con palabras tan afiladas como exactas para cada momento concreto.

Al instante, el individuo dejó su actitud recelosa, llevose la cuchara a la boca, saboreó su contenido, sacudió la cabeza satisfecho y volvió a remover mientras cantaba: 

Andar debe por el bosque
quien no puede en la ciudad.

La flecha negra
Robert Louis Stevenson
Ed. El País Aventuras, 2004

25 de junio de 2025

La jauría

A mediados del XIX, Francia cambió su modelo político con la proclamación de un nuevo Imperio bajo el mandato del sobrino de Napoleón. Carlos Luis Napoleón Bonaparte ya había ganado las elecciones previas de 1848, pero ante la imposibilidad de repetir cargo, aprovechó su posición de poder para perpetuarse durante 20 años más, un conflicto expuesto por Zola al final de La fortuna de los Rougon; en una breve lucha entre los que abogaban por la continuidad de la Republica frente a los que añoraban las viejas glorias militares del primer Imperio. También había bandos por parte de las ramas familiares de los Rougon y los Macquart, y uno de éstos, se extiende en esta segunda novela de la saga. Aristide Rougon protagoniza esta novela, tras abandonar la provincial Plassans, con la idea fija de hacer fortuna en París. Y el cambio político es importante, porque Napoleón III se embarcó en una loca restructuración urbana sobre la capital y que desarrolló planes urbanísticos para transformar las grandes barriadas de obreros, en las amplias avenidas de las que presume, hoy día, en una de las ciudades más visitadas del mundo. 
La foto, la he tirado en cualquier calle de Madrid
Y por ahí andan los tiros de la novela, por parte de Aristide en el arte de la especulación, en la continua avaricia de manejar cierta información para obtener mayores réditos con la compraventa, o en la misma participación de las comisiones municipales que deben valorar el precio real de los inmuebles a expropiar. Incluida las viejas artes de untar al funcionario de turno para que los informes alcen precios sobre el coste real de los inmuebles para sacar mayor tajada del pozo sin fondo que es el erario público. Para ello, cuenta con la inestimable ayuda de sus hermanos: Eugene y doña Sidonie. 

Pero este artista del trampeo tiene un notable método de aprendizaje, gracias al trabajo previo en las mismas oficinas del ayuntamiento de París y al pelotazo que supone obtener una base económica suficiente al aceptar casarse (tras quedar viudo) con una joven burguesa que ha cometido el pecado de estar embarazada sin desearlo. La joven y hermosa Reneé, coprotagoniza otra labor interesante: La del derroche, la despreocupación absoluta del dinero, pues su marido abarca todas las facturas que fabrica esta mujer como la representante de la ascensión burguesa a las altas instancias y a los mismos despilfarros que sus predecesores de sangre noble. Es tanta la acumulación y los caprichos solventados, que esta joven cae en la melancolía del aburrimiento, lo que suele ocurrir cuando cualquier antojo cae en la rutina de obtenerlo sin esperas ni ganancias previas. 

En el prefacio del libro surge una advertencia (por lo menos en esta edición) descrita por el propio autor de la novela, a modo de apunte, del por qué tuvo que interrumpirse la publicación de esta novela en el periódico que difundía por partes la historia. El escandalo del incesto, ... Pero, Dios mío, lo tienes todo, ¿qué más quieres? - Maxime. Pues una nueva tentación, la de enamorarse del hijastro, un jovenzuelo malcriado que primero se lleva al huerto a su madrastra y después continua con el juego porque le place, sin mayor importancia moral que la de disfrutar la vida frente al tonto enamoramiento de la mujer. Así se compone, La jauría, entre dos temáticas relacionadas con la corrupción del ser humano: una para arramblar todo lo que pueda y otra para gozar sin pudor de los placeres y lujos que otorga la vida. Todo ello ataviado con la mano de Zola y su exagerada manera de afrontar su experimento natural sobre el ser humano. Ese naturalismo extremo que abarca momentos memorables de buena literatura junto al minucioso detalle de copar descripciones desesperantes a lo largo de un buen trecho de páginas.

No oculto mi fascinación por la escritura de Émile Zola, pero también reconozco la locura desatada de un pavo que se enzarza en retratar, en demasía, detalles innecesarios de ciertos escenarios. Una retahíla que encima suele acumularse en amplios fragmentos de texto que hacen decaer las ganas de continuar la lectura. La jauría padece de esos tramos repartidos en las andanzas de sus protagonistas por separado. Curiosamente, hay un exceso en señalar inmuebles, parcelas y otros bienes frente a la simpleza de los negocios turbios de Aristide, cuyo apellido he olvidado señalar que mutó a Saccard por interés. En verdad, esperaba un arte de la especulación con mayor elaboración frente a un simple listado, se ve que Zola otorga tales operaciones con sencillez. Yo hubiera preferido un mayor desarrollo ante la simple rapiña. Del mismo modo, aburre en señalar los continuos paseos en carruaje de Reneé por diversas calles de París o recargar el texto al situar, como una enciclopedia arquitectónica, el hotel donde habita la interesada familia compuesta por Aristide, Reneé y Maxime. Hay que esperar a la acción, al enredo entre personajes para que Zola saque a relucir su habitual mala leche y la novela levante el vuelo frente al relleno anotado. Porque ahí, el escritor sabe elaborar los conflictos de los personajes con una maestría generalizada y alzar el interés por la lectura cuando describe las miserias de los personajes. Como cuando Aristide ve peligrar su futuro en el momento clave, al negociar su futuro matrimonio con Reneé mientras su mujer de Plassans intenta agarrarse a la vida Saccard, que había creído en una resurrección diabólica, inventada por el destino para clavarlo a la miseria, se tranquilizó al ver que a la infeliz no le quedaba ni una hora de vida.

Un libro que me ha dejado un regusto amargo, del que esperaba una mayor implicación por parte de sus protagonistas a los que Zola ha separado de manera consciente para contar dos historias entrelazadas que tienen la única unión por la codicia del dinero. Uno para obtenerlo sin mayor pretensión que ser un tío Gilito al que no le cuesta desprenderse con tal de aparentar frente a la locuela que lo malgasta sin rubor. Una caída del guindo al notar el peligro de los bolsillos vacíos   

La jauría
Émile Zola
Alianza Editorial, 2007

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Historia natural y social de una familia bajo el segundo imperio.
  • La fortuna de los Rougon (1871)
  • La jauría (1871)
  • El vientre de París (1873)
  • La conquista de Plassans (1874)
  • El pecado del Abate Mouret (1875)
  • Su excelencia Eugène Rougon (1876)
  • La taberna (1876)
  • Una página de amor (1879)
  • Nana (1880)
  • Miseria humana (1882)
  • El paraíso de las damas (1883)
  • La alegría de vivir (1884)
  • Germinal (1885)
  • La obra (1886)
  • La tierra (1887)
  • El sueño (1888)
  • La bestia humana (1890)
  • El dinero (1891)
  • El desastre (1892)
  • El doctor Pascal (1893)