Contaba con apenas 28 años cuando la tuberculosis se llevó por delante a Stephen Crane, enfermedad que impidió, al joven escritor americano, aumentar su número de títulos literarios. Una pena, porque contaba con el aprecio de la sociedad de su época y el interés que suscitan las lecturas de sus obras. Como El rojo emblema del valor. Obra que ha logrado alcanzar el estatus de clásico dentro de la historia de la literatura norteamericana. Esta novela corta en páginas, viene asociada por la influencia que derivaron sus letras en posteriores obras, gracias al toque interno del protagonista y como éste afronta el duro retrato de entrar en combate por primera vez. De entrada, la historia se concentra en un hecho puntual durante la guerra de secesión americana. Y su protagonista es un simple soldado llamado Henry Fleming.
La supuesta gesta, que suele acompañar a los relatos sobre diferentes guerras a lo largo de la
historia, queda condicionada, en este caso, por el posicionamiento de Crane, al centrarse en la mentalidad de un muchacho cuyos aires de grandeza se confunden con la realidad. La escasez de páginas abarca principalmente el conflicto armado de una batalla sin nombre, a través de los pensamientos e ideas preconcebidas, que el joven muchacho lleva consigo. El supuesto ramalazo que acompaña la heroicidad de los actos que se ejercitan en las batallas, con el correspondiente derramamiento de sangre. Connotaciones clásicas que parecen flotar alrededor de la fantasiosa mente del protagonista. Estos viejos ideales quedan expuestos ante la posibilidad real del cumulo de emociones que suponen estas lides. Afrontar la dura realidad como por ejemplo, salir por patas ante el primer conato de violencia. Este acto tan desolador, tan cobarde, tan humano, demuestra la fragilidad de nuestro ser frente a la mayor de las locuras. Y en ese choque de sentimientos es donde destaca el punto inicial de la novela.
Después de avanzar y destripar semejantes acontecimientos, el autor expone el particular viaje de su héroe a través de la natural parábola que suelen recorrer todos los heroicos protagonistas de las antiguas historias narradas. Especialmente aquellas, donde los héroes acaban forjándose para alcanzar finalmente las idealizadas victorias. Proezas lejanas frente al tremendo realismo que dicta el escritor americano. Y más en este caso particular, al introducirnos en el interior mismo de la cabeza del muchacho, gracias al continuo comecocos que aflige al protagonista, porque sabe y reconoce, el alcance de sus actos, así como la necesidad de retornar al rebaño del que se ha separado. La imaginación del muchacho se dispara ante las distintas posibilidades de como debe afrontar el regreso al regimiento y la actitud a tomar antes tales circunstancias. Su cabeza divaga a través de diferentes escenarios y buscando probables excusas ante la vergüenza de ser reconocido por sus compañeros al huir del campo de batalla. A lo largo de ese espacio y a posteriori, será obligación del lector descubrir si se cumplen las predicciones del muchacho, si habrá redención o si la realidad aplasta toda ensoñación emparentada con la gloria que otorga las armas.
Este carácter interno, en gran parte psicológico, demuestra la frescura de ideas de Crane, al lograr que esta novela llegara a influir posteriormente en obras posteriores gracias al punto de vista que adopta. Otro punto de notable interés, tiene que ver con el talento para narrar con pulso e interés los choque bélicos. Enfrentamientos donde demuestra el buen manejo de los tiempos que conlleva la tensa espera previa a entrar en combate. Una vez dentro parece transportarnos al interior mismo de esta recurrente tragedia humana, gracias al realismo que aporta su descripciones y la inquietante espera de comprobar el resultado de las intensas humaredas en forma de telones que originan los disparos.
Sería importante destacar las razones por las que Crane se empeña en minimizar a los protagonistas. Quitarles la grandeza previa de la guerra para situarlos en la inmensa nomina de soldados anónimos. Normalmente recurre a diferentes apelativos para designar a los hombres que acompañan al protagonista principal. Tales como el soldado alto, el jactancioso o el andrajoso, son una simple muestra. Al propio Henry Fleming se le señala constantemente como simple muchacho, y si acaso hiciera falta aumentar el desprecio verbal sobre los pobres novatos, ahí están los balbuceantes gerifaltes, para faltar aun más a sus hombres, o designar que regimiento se encuentra dentro del sorteo de prescindibles dentro de las batallas. El muchacho, por norma natural, cobra especial importancia para aparecer en el momento oportuno en estos tránsitos, gracias al merodeo que llevan sus rápidas piernas. Tanta velocidad como las interpretaciones que va realizando su cerebro en todos los actos en los que participa. Algo así como afrontar la realidad desde la óptica interna de aquello que le gustaría alcanzar a realizar.
Él también arrojó al suelo su arma y huyó. No había vergüenza en su cara. Corría como un conejo.
El rojo emblema del valor
Stephen Crane
El País Aventuras, 2004
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