25 de mayo de 2017

El gigante de hierro

A finales de los 90 la animación por ordenador irrumpía con tal fuerza, que con el paso del tiempo ha terminado por convertirse en la primera opción a la hora de llevar a cabo diferentes proyectos audiovisuales. Aún hoy quedan pequeñas cuotas de resistencia, llegadas principalmente desde Japón y de películas independientes. Aunque habría que matizar que en algunos casos se utiliza alguna técnica informática para realzar algún aspecto del film que considere a bien el autor. Aún así, el dibujo, el tradicional 2D, se mantiene en la mayoría de esas películas pese a los leves retoques digitales. Y si encima alguna de esas cintas pasa por convertirse en una pequeña joya, la satisfacción por mantener ciertos toques clásicos es mayor según van pasando los años. Como en el debut cinematográfico de Brad Bird con el título, El gigante de hierro, película producida en su día por una de las grandes, Warner Bros.

La cinta fue estrenada en 1999 y curiosamente con escaso apoyo por parte de la productora, cuyos gerifaltes apenas consideraron el poder de atracción de un título que adaptaba libremente la obra de Ted Hughes. Un ligero desprecio que Bird supo voltear, al contar con cierta libertad a la hora de afrontar su película. 


El juguete y el niño / Warner Bros
Un enorme robot llega a la Tierra sin que se conozcan mayores motivos ni intenciones. Y por una serie de circunstancias, establece amistad con un muchacho que encarna ese espíritu inquieto, soñador y aventurero que la mayoría de las personas han pasado a esa tierna edad. El principal logro de esta película surge al lograr conectar ese sentimiento fantasioso e infantil con el espectador, el de la estrecha relación de un niño con el hombre metálico. Además de incorporar la nostalgia a una pequeña lista conocida y correspondida por casi todos. En concreto, ese tiempo pasado en donde suelen mantenerse a flote los buenos recuerdos y los juegos de la infancia. Además se enlaza fácilmente con la cultura popular a través de diferentes modelos conocidos por la mayoría de personas que tengan ciertas inquietudes.

Para empezar sitúa el desarrollo de la historia a mediados de la década de los 50 del siglo pasado. Justo en el lugar más acorde, o donde siempre caen todos los visitantes del espacio. Los EEUU de América, país que vive bajo el prisma de una sociedad feliz, derivada de ese estado del bienestar que proporcionaba la economía del momento frente al peligro y la tensión de la guerra fría que proponía el tradicional enemigo, el bando soviético. Una rivalidad que se ve acentuada por la carrera espacial, entre unos y otros, por esas fechas. De hecho, la película arranca con la imagen de un Sputnik dando una vuelta a la Tierra. 

La conocida confrontación política, entre los bloques soviético y americano, nace la escalada armamentística con el culmen histórico de la crisis de los misiles de Cuba en 1962, además del miedo que acompañaba al histerismo de una probable guerra nuclear. En la propia película hay hasta un curioso spot de los que se reproducían en las escuelas americanas de la época. 


Un pe que ño chu te / War ner Bro s
A todas estas referencias históricas, habría que sumarle otro tipo de influencias, las que provienen de diversas películas, partiendo de la especial relación entre el chico y el robot, muy similar al E.T. de Spielberg o a la faceta bélica del robot, visto en filmes como La guerra de los mundos de Byron Haskins o la reencarnación mecánica de Gor de Ultimatum a la Tierra de Wise. 

Otra claves populares son la conexión del muchacho con los cómics o el mero hecho de quedarse hasta las tantas viendo pelis de terror. Brad Bird juega muy bien con todos esos elementos, incluidos en una historia a la que se van añadiendo poco a poco nuevas tesituras. Además del compadreo que se establece entre los dos protagonistas. Una curiosa relación donde un niño transforma a un monstruo metálico en su peculiar feria andante o compañero de baños silvestres. La candidez de la máquina contrasta con el necesario antihéroe de la función. Un peligroso charlatán que suele caer en gracia por estar ligado su personaje hacia aspectos más cómicos que malvados. Tal vez pueda decirse que la única pega sea su corta duración. Quitando los créditos finales, la película apenas logra alcanzar la hora y cuarto. Un mero receso que no empaña a una de las mejores películas animadas de los últimos tiempos. 

El gigante de hierro de Brad Bird
1999

19 de mayo de 2017

El antiguo vivero de la Cebedilla

Es llegar al coqueto pueblo de Lozoya, cruzar la carretera M-637, avanzar ligeramente por la pista que nace de la calle del Chorro, y plantarse en la planicie para observar los diferentes estratos que conforman las laderas de los llamados Montes Carpetanos. Una delicia de panorámica que ayuda a entender la mano del hombre a la hora interpretar el paisaje. En este cercano punto abundan las cercas de las fincas, adehesadas en su mayoría y donde destaca la presencia de los fresnos, pegados normalmente a los muros que delimitan privacidades. A media ladera una amplia mata borrosa, de ciertos tonos cambiantes que dan cabida al extenso robledal. La supuesta especie autóctona de las montañas guadarrameñas a esas alturas. Más arriba, el tupido verde de los pinos. Y ya al final, dirimiendo los limites con el cielo, las crestas de las montañas peladas, rocosas y sin las nieves de antaño. 
Las vistas de inicio
Hubo un tiempo donde la mata forestal, que hoy día cubre los montes, estaban repletos de calvas, por no aventurar más allá de la escasez de árboles. Montes desnudos que podemos ver retratados en las viejas fotografías que los municipios suelen colocar en sus páginas corporativas. Gracias a una esmerada reforestación precedente, podemos alegrar la vista con el tapiz verde que cubre las laderas de las montañas madrileñas y castellanas. Y con el pino como gran protagonista, seguramente por las buenas condiciones que plantea este árbol, adaptabilidad, precio y rápido crecimiento. 

Curiosamente en Lozoya estuvo ubicado un vivero a 1700 metros de altura, donde debieron partir muchas de las especies que hoy cubren estos lugares. Sin embargo, se dio el simpático
Ciprés de Lawson
caso de que entre tanta monótona repetición, a alguien, o algunos, se les ocurrió la idea de introducir otros ejemplares arbóreos qué, si bien no desentonan con el entorno, si que choca la idea de encontrarse con diversos ejemplares cuya procedencia original se haya bastante alejado de la península ibérica. Con el tiempo, el llamado vivero de la Cebedilla fue

abandonado, pero los arbolillos allí depositados decidieron echar raíces por esos contornos, ya que estaban, para qué marcharse. De está particular guisa podemos encontrar la mayor variedad de arboles singulares, en tan reducido espacio, dentro de la comunidad de Madrid. Abetos rojos, del Cáucaso, abetos de un tal Douglas, cipreses de Lawson y algún que otro pino con condecoración y todo, el llamado pino de Lord Weymouth. Exóticos nombres que otorgan cierto caché al pinar, expuestos y señalados a la vista de cualquiera que quiera perderse por los pinares del término de Lozoya.

Fijado el objetivo, queda echarse a andar por la misma pista hasta alcanzar un depósito de aguas. Las Aleguillas, dicta el vallado cartel. En este punto, se abandona la pista para enlazar por una bella senda a izquierdas, encajonada por un doble amontonamiento de rocas y en donde alguien se ha construido un pequeño chamizo en la finca colindante. Esta divertida senda anda repleta de buenos pedrolos, muchos caídos de los muros que la delimitan para entretener la marcha entre tanto bache. La senda se cruza con la pista anterior, pero justo enfrente irrumpe su continuación a través del joven bosquete de robles. Parece ser que esta vereda tuvo su origen en la captación de aguas, de ahí que veamos alguna que otra arqueta durante la subida. Ascensión que nos permite entrar en calor, gracias al ligero desnivel que vamos alcanzando y rodeados de pequeños robles. Más bien semejantes a palillos que aspiran a alcanzar el estatus de árboles algún día y a quienes les cuesta echar hojas según ganamos altura. Y eso que llevamos más de un mes de primavera transitada. Serán holgazanes. 


La Chorrera
Sin que sirva de precedente damos la espalda a las vistas del embalse de la Pinilla y de todo el valle del Lozoya, mientras la vereda zigzaguea un poco entre los citados palillos. El leve canturreo de los pájaros compite con el paso de alguna vaca despistada y contra el cercano rumor del arroyo Palancar. En una cerrada curva a izquierdas abandono la senda, cuyo trayecto continua hasta alcanzar y vadear el arroyo. Pero antes hay una chorrera donde poder ver las saltarinas aguas y cuyo peaje solo conlleva ascender a gatas algún tramo. El perro incluido.

El arroyo Palancar, irrumpe con cierta flojera por las rocas, danzando por las alisadas paredes donde se crean pequeñas pozas donde Bosco aprovecha para refrescarse. Ole sus huevos. Un leve receso de tiempo para observar la Chorrera de la Peña Lisa, alguna fotografía de postureo y continuar la ascensión paralela al arroyo, así hasta que aparezca la senda abandonada con anterioridad, que se corresponde con el antiguo camino que unía Pinilla con Navafría. 
Los Douglas

Mientras caminamos a estas alturas se aprecia la frágil linea que separa el robledal del pinar. Atrás dejamos los palillos y emerge el pino, tan abundante como el populacho. Y al poco topamos con la remodelación de una pista forestal que proviene de la carretera, ampliada recientemente con el objetivo de canalizar arroyos en las curvas y de crear caceras artificiales en sus laterales. 

Tan natural como algunos buenos ejemplares de pinos, dispersos entre el resto de coníferas. Por tamaño, se intuye cuales fueron introducidas y cuales llevaban por aquí más tiempo. La autopista creada continua su trayecto hasta superar nuevamente el arroyo Palancar y de ahí, a tiro de piedra, señalizados y expuestos como si de un escaparate navideño se tratase, la peculiar colonia extranjera de la Cebedilla. Los habitantes más exclusivos de la sierra, tratados con la exquisitez que merece su rango de singularidad. 

Nada mejor que echarse junto a algún tronco, sacar el almuerzo y contemplar la gracia con la que crecen estos arboles, ajenos a tanta clasificación mundana y a los curiosos que venimos a visitarlos. Destacan primero un par de abetos rojos, cuya mayor gracia proviene de su clasificación botánica, ya que al parecer estos dos árboles no son estrictamente abetos sino parientes de las coníferas. Después están los abetos de Douglas, muy pegados entre si un par de ellos. A continuación el pino clasista de Weymouth y por último, el llamativo ciprés, con su colorido ramaje a medio caer pese a estar ensombrecido por sus colosales compañeros. 

A finales del siglo XIX se inician también las primeras reforestaciones en la Sierra. En efecto, en 1888 la administración forestal comienza el estudio de la Cuenca del Lozoya desde su nacimiento en Peñalara hasta su desembocadura en el Jarama con el fin de repoblar sus vertientes para evitar el enturbiamiento de las aguas del río Lozoya, fundamentales para el abastecimiento de Madrid. Arranca así un proceso de compras de fincas recientemente privatizadas. En las dos primeras décadas del siglo XX, el Servicio Hidrológico Forestal acomete la reforestación de pequeñas superficies en las cuencas del Lozoya, del Guadarrama, del Manzanares y del Guadalix. Aunque las hectáreas repobladas entonces no superan las 5 000 merece la pena destacar que fruto de estos trabajos son los pinares de Lozoya y Canencia (unas 1 500 ha) y el de La Jurisdicción (800 ha) en San Lorenzo de El Escorial, a cargo de la recién nacida Escuela de Montes.
Revista Ambienta
La peña del Cuervo
Tras el paréntesis, toca alzar el bastón, pues hay un excelente mirador que se esconde detrás de tanto arbolito. Toca superar un fuerte desnivel, sin mejor guía que seguir hacia arriba hasta poder superar la masa arbórea. Aglomeración que finalmente claudica para dar paso a los arbustos, a las retamas, al piornal. Solo algunos osados pinos intentan conquistar mayores altitudes, como castigo a tal arrogancia, la continua acción de los vientos hacen retorcer sus troncos en esa singular lucha por hollar las cumbres. Mientras que un servidor, se ve obligado a realizar más de una parada para recuperar el resuello. Por fin asoma la peña del Cuervo, un espolón rocoso cuyo volumen emerge como un faro a seguir por inexistentes sendas sin marcar. Bendita cercanía. Tras rodear su humanizado perfil se alcanza este mirador excepcional y vallada para evitar la caída de algún torpe. Una vez que se alcanza la roca, toca nuevo descanso para disfrutar de la amplia panorámica que ofrece, además de jugar a acertar las montañas que se observan y dar la espalda al Nevero, a sus lagunillas y a los pedrolos que las rodea, ya que ahora toca adivinar la bajada hasta alcanzar nuevamente el pinar. 

La vereda encajonada
Hacia el oeste se adivina una amplia pista por el cerro de peña Morena, sin embargo a la vera del arroyuelo del Hornillo surge una senda bajo el pinar, y la sombra que ofrece gana la elección del descenso hacia las laderas de la montaña para volver a buscar la citada senda que unía Pinilla con Navafría. Caminos por donde vuelve a aparecer el robledal, en una larga e intervenida bajada donde se pierde rápidamente las alturas ganadas. Nuevamente los robles andan escasos de follaje y la monotonía del paso crece ante la anchura del mismo. Ando rodeado otra vez por los múltiples palillos y encima sin la hojarasca necesaria para cubrirnos del plomizo poder del rey Sol. Dentro del tostón que supone el mismo paisaje, surge la esperanza por la aparición de algunos melojos de mayor envergadura y tamaño en las cunetas. Incluso cabe destacar algún que otro acebo aislado, en especial uno con ganas de convertirse en un buen arbusto que llega a desentonar ante tanto roble. La larga pista regresa al desvío del inicio, donde la senda encajonada y la planicie donde observaba este retocado lugar del inicio. Demasiado pateo, demasiado largo y repetitivo el descenso. Para la próxima me perderé por algún atajo. 

Álbum de fotos

Bibliografía

- 50 paseos para descubrir bosques y árboles singulares de Madrid
Andrés Campos Ed, La libreria 2006
- arbolessingularesmadrid.blogspot.com.es
- Ruta 4: Ruta al Nevero - Lozoya.es
- Revista Ambienta. Una montaña transformada por el ser humano. 
Ester Saez Pombo - Gonzalo Madrazo García de Lomana

11 de mayo de 2017

Viaje a la Alcarria

Siempre ha habido alguno que en un momento dado, levanta la vista y se lanza a transitar más allá de los horizontes que sus ojos alcanzan a ver. Hoy día, y gracias a que se venden por Internet, podemos descubrir y entretenernos, con las aventuras de miles de personas que deambulan por múltiples lugares del planeta. A pie, en bici e incluso con pase VIP si se tercia. En realidad es un fenómeno natural del ser humano, desplazarse a diferentes sitios para conocer y experimentar nuevas sensaciones, culturales y vitales. Aun así, tiene merito el paseo que se dio, don Camilo José Cela alrededor de una coqueta región de la provincia de Guadalajara. No solo por tratarse de uno de los últimos gigantes de la literatura castellana, sino más bien por llevar a cabo tal excursión con apenas pasados siete años de la contienda civil española, y la elección, en parte cómoda por la cercanía, de un lugar tan bello al que a la gente no le da la gana ir. Una pequeña verdad, esa de que a veces no hace falta irse muy lejos para descubrir rincones interesantes.

El Viaje a la Alcarria de Cela, recoge las mismas experiencias que la de miles de anónimos
blogueros dispersos por las redes. Nada nuevo si nos atenemos al simple concepto del género de la literatura de viajes. Tan viejo como el propio hombre. Pero con una notable distinción en el tiempo y en las formas, pues Cela se lanzó a la aventura en 1948 para conocer, de primera mano, los pueblos que jalonan esas tierras. De primeras, parte en tren desde Madrid a Guadalajara, para después encaminarse a la ruta del vaivén, dando a entender que salvo algunos puntos marcados de antemano, el itinerario lo marca la sabia decisión del momento. El viajero Cela se antepone en tercera persona, y aunque él sea el narrador, sabe ceder muy bien el protagonismo a las gentes con las que se va cruzando, quedando él mismo en un segundo plano para descubrir las diferentes personalidades que se cruzan en su camino. Las curiosas anotaciones de los vecinos de los pueblos adornan un retrato ligero de la sociedad de la época. No se descarta señalar la pobreza de algunos o el mal devenir de otros, aunque siempre por encima de una leve complacencia sobre un país que se recupera de los estragos de la guerra. El yantar se suple con el trabajo de quienes trabajan las tierras y eso es algo que destaca el autor en todos los pueblos por los que pasa. Así como los buhoneros que negocian por distintas plazas.

Un dato llamativo resulta ser las diferencias que se establecen entre los distintos pueblos, a pesar de la corta distancia que hay entre ellos, destacando sobre todo, el carácter más jovial de algunos frente al lógico recelo que despierta el extraño en otros. De todos modos, a Cela no le cuesta entablar conversación con los vecinos y llegar al cordial termino de amistad con un buen número de personas. Demostrando, en parte, las buenas maneras del mundo rural y que amenazan con desaparecer con el paso de los tiempos. Otro de los datos importantes del libro son las acotaciones dedicadas a la descripción de los pueblos y de sus monumentos. Estos últimos normalmente se encuentran en mal estado y con peligro de derrumbe, simples enunciados donde Cela expone el abandono de estos edificios históricos, una especie de denuncia hacia un país que debería recuperar las glorias del pasado para beneficio del presente. En parte algo se ha hecho desde entonces. Quedan dictados los pueblos, los parajes y el paisaje. Elementos vitales para quien pueda perder libremente el tiempo con la contemplación y disfrutar de ello. Una agradable sensación en peligro de extinción por los acelerados ritmos de vida actuales. 

Este 11 de mayo, Cela cumpliría 101 años. La zona de la Alcarria siempre le estará agradecido al autor por este trayecto, transformado hoy día en útil y llamativa herramienta turística


Hace un día esplendido, algo nuboso y no de demasiado calor, y el viajero, desembarazado del equipaje, camina con soltura y con alegría.


Cela, la mula y un paisano.
Imagen sacada de viajesdeprimera.com e imagino que la original será de la Fundación de Camilo José Cela

Viaje a la Alcarria
Camilo José Cela
Espasa libros, 2010

5 de mayo de 2017

Quiéreme, si te atreves

De inicio, es imposible obviar la influencia, o la comparación, de esta película con uno de los grandes éxitos del reciente cine francés. Porque la sombra de Amélie, del director Jean-Pierre Jeunet, planea de manera alargada sobre el estreno cinematográfico del también francés Yann Samuell. No solo por su temática de comedia y romance, sino también por la forma de encarar los acontecimientos que rodean a la pareja protagonista. Los conocidos actores franceses Guillaume Canet y Marion Cotillard. En realidad es muy fácil entablar las similitudes hacia una composición que se nutre en exceso de la fantasía, de la colorida fotografía en el arranque infantil, del elaborado montaje, con numerosos saltos y efectos visuales, aparte de ser narrada por su protagonista principal. Tales concordancias hacen inevitable la cercana referencia hacia la fábula de Amélie, estrenada en 2001 frente al cercano 2003 de Quiéreme, si te atreves. Si se quiere buscar diferencias, éstas hay que hallarlas fuera del envoltorio, principalmente en el argumento, la historia que pretende embaucarnos el bueno de Samuell a través de una relación que llega a ser volcánica.


Ay la lluvia...- Mars Distribution
La temática es bien sencilla, Sophie y Julien establecen una magnética relación a partir del típico juego de retos, con la retahíla de ver si sus personajes son capaces de llevar adelante las pruebas que se ponen mutuamente. Capaz o incapaz, es la continua frase por la que gira todo el argumento. Y por redundancia la película en sí. La tontería de los retos empieza desde la edad infantil hasta la edad adulta, y no queda otra que aceptar, como ese estúpido juego se convierte en la estrella por donde gira todo el universo creado por Samuell. Es de cajón que la tierna amistad infantil trastoque la atracción que suele tener el continuo roce adolescente, y de ahí hasta alcanzar la macabra exageración de una pareja incapaz de salir de ese circulo vicioso por el que giran sus vidas sin llegar a dañarse mutuamente. El juego y la caja de hojalata que representa el premio. A los protagonistas les cuesta salir del fácil escudo de quien logra poseer la maldita caja metálica, esa que otorga el privilegio de ordenar el siguiente reto para evitar dar el salto más sencillo, declararse que ambos viven enamorados pese a las trabas que ellos mismos se colocan. 


Siempre nos quedara el consuelo de la caja
- Mars Distribution
Gracias o no, al cartel del filme, podemos imaginar el resultado final. Algo así como cuando se sabe que se hunde el barco al final del minutaje y la gracia queda reducida al desarrollo de los personajes hasta ese punto. La inercia de los acontecimientos llega a desembocar, que las simpáticas trastadas iniciales acaben por ser devoradas por otro tipo de situaciones, donde los protagonistas se dejan arrastrar por lo exagerado, por llevar a cabo un amor tan fuerte que ambos no sepan diferenciar donde queda el juego y donde la realidad. La tentativa de Samuell se queda en un tanto positivo, al intentar desmarcarse de las típicas comedias románticas, esas en donde predominan los malentendidos que interfieren en las parejas para dotarlas de cierta gracia al asunto. Las ideas del director quedan expuestas a la inercia del juego, y ese es el único anzuelo donde deben picar los espectadores, dejarse llevar por la propuesta de la película o reventar el sinsentido que ofrece. Claro está, depende de cada uno.

Quiereme, si te atreves
Yann Samuell 2003